LA RESURRECCIÓN DE CRISTO ES NUESTRA ESPERANZA

Benedicto XVI, Regina Coeli del 13 de abril de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
En los días pascuales oiremos resonar a menudo las palabras de Jesús: «He resucitado y estoy siempre contigo». La Iglesia, haciéndose eco de este anuncio, proclama con júbilo: «Era verdad, ha resucitado el Señor, aleluya. A él la gloria y el poder por toda la eternidad». Toda la Iglesia en fiesta manifiesta sus sentimientos cantando: «Este es el día en que actuó el Señor». En efecto, al resucitar de entre los muertos, Jesús inauguró su día eterno y también abrió la puerta de nuestra alegría. «No he de morir -dice-, viviré». El Hijo del hombre crucificado, piedra desechada por los arquitectos, es ahora el sólido cimiento del nuevo edificio espiritual, que es la Iglesia, su Cuerpo místico. El pueblo de Dios, cuya Cabeza invisible es Cristo, está destinado a crecer a lo largo de los siglos, hasta el pleno cumplimiento del plan de la salvación. Entonces toda la humanidad se incorporará a él y toda realidad existente participará en su victoria definitiva. Entonces -escribe san Pablo-, él será «la plenitud de todas las cosas» (Ef 1,23) y «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28).
Por tanto, la comunidad cristiana se alegra porque la resurrección del Señor nos garantiza que el plan divino de la salvación se cumplirá con seguridad, no obstante toda la oscuridad de la historia. Precisamente por eso su Pascua es en verdad nuestra esperanza. Y nosotros, resucitados con Cristo mediante el Bautismo, debemos seguirlo ahora fielmente con una vida santa, caminando hacia la Pascua eterna, sostenidos por la certeza de que las dificultades, las luchas, las pruebas y los sufrimientos de nuestra existencia, incluida la muerte, ya no podrán separarnos de él y de su amor. Su resurrección ha creado un puente entre el mundo y la vida eterna, por el que todo hombre y toda mujer pueden pasar para llegar a la verdadera meta de nuestra peregrinación terrena.
«He resucitado y estoy siempre contigo». Esta afirmación de Jesús se realiza sobre todo en la Eucaristía; en toda celebración eucarística la Iglesia, y cada uno de sus miembros, experimentan su presencia viva y se benefician de toda la riqueza de su amor. En el sacramento de la Eucaristía está presente el Señor resucitado y, lleno de misericordia, nos purifica de nuestras culpas; nos alimenta espiritualmente y nos infunde vigor para afrontar las duras pruebas de la existencia y para luchar contra el pecado y el mal. Él es el apoyo seguro de nuestra peregrinación hacia la morada eterna del cielo.
La Virgen María, que vivió junto a su divino Hijo cada fase de su misión en la tierra, nos ayude a acoger con fe el don de la Pascua y nos convierta en testigos felices, fieles y gozosos del Señor resucitado.
[Después del Regina coeli] En este particular tiempo de Pascua, invito a todos a imitar a los discípulos y discípulas que, yendo de sorpresa en sorpresa, tuvieron el gozo de encontrar a Cristo resucitado, vivo para siempre entre nosotros.
* * *
ERA NECESARIO QUE EL MESÍAS PADECIERA
PARA ENTRAR EN SU GLORIA

San Anastasio de Antioquía, Sermón 4,1-2
Después que Cristo se había mostrado, a través de sus palabras y sus obras, como Dios verdadero y Señor del universo, decía a sus discípulos, a punto ya de subir a Jerusalén: Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los gentiles y a los sumos sacerdotes y a los escribas, para que lo azoten, se burlen de él y lo crucifiquen. Esto que decía estaba de acuerdo con las predicciones de los profetas, que habían anunciado de antemano el final que debía tener en Jerusalén.
Las sagradas Escrituras habían profetizado desde el principio la muerte de Cristo y todo lo que sufriría antes de su muerte; como también lo que había de suceder con su cuerpo, después de muerto; con ello predecían que este Dios, al que tales cosas acontecieron, era impasible e inmortal; y no podríamos tenerlo por Dios, si, al contemplar la realidad de su encarnación, no descubriésemos en ella el motivo justo y verdadero para profesar nuestra fe en ambos extremos; a saber, en su pasión y en su impasibilidad; como también el motivo por el cual el Verbo de Dios, por lo demás impasible, quiso sufrir la pasión: porque era el único modo como podía ser salvado el hombre. Cosas, todas éstas, que sólo las conoce él y aquellos a quienes él se las revela; él, en efecto, conoce todo lo que atañe al Padre, de la misma manera que el Espíritu sondea la profundidad de los misterios divinos.
El Mesías, pues, tenía que padecer, y su pasión era totalmente necesaria, como él mismo lo afirmó cuando calificó de hombres sin inteligencia y cortos de entendimiento a aquellos discípulos que ignoraban que el Mesías tenía que padecer para entrar en su gloria. Porque él, en verdad, vino para salvar a su pueblo, dejando aquella gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo existiese; y esta salvación es aquella perfección que había de obtenerse por medio de la pasión, y que había de ser atribuida al guía de nuestra salvación, como nos enseña la carta a los Hebreos, cuando dice queél es el guía de nuestra salvación, perfeccionado y consagrado con sufrimientos.
Y vemos, en cierto modo, cómo aquella gloria que poseía como Unigénito, y a la que por nosotros había renunciado por un breve tiempo, le es restituida a través de la cruz en la misma carne que había asumido; dice, en efecto, san Juan, en su evangelio, al explicar en qué consiste aquella agua que dijo el Salvador que manaría como un torrente de las entrañas del que crea en él. Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7,38-39); aquí el evangelista identifica la gloria con la muerte en cruz. Por eso el Señor, en la oración que dirige al Padre antes de la pasión, le pide que lo glorifique con aquella gloria que tenía junto a él, antes que el mundo existiese.

No hay comentarios:

Publicar un comentario