ARTE Y ORACIÓN

 De la catequesis de S.
S. Benedicto XVI

en la audiencia general del miércoles 31 de agosto de 2011

Durante este período, más de una vez he llamado la atención sobre la necesidad que tiene todo cristiano de encontrar tiempo para Dios, para la oración, en medio de las numerosas ocupaciones de nuestras jornadas. El Señor mismo nos ofrece muchas ocasiones para que nos acordemos de él. Hoy quiero reflexionar brevemente sobre uno de estos canales que pueden llevarnos a Dios y ser también una ayuda en el encuentro con él: es la vía de las expresiones artísticas, parte de la vía pulchritudinis -«la vía de la belleza»- de la cual he hablado en otras ocasiones y que el hombre de hoy debería recuperar en su significado más profundo.

Tal vez os ha sucedido alguna vez ante una escultura, un cuadro, algunos versos de una poesía o un fragmento musical, experimentar una profunda emoción, una sensación de alegría, es decir, de percibir claramente que ante vosotros no había sólo materia, un trozo de mármol o de bronce, una tela pintada, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que «habla», capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el alma. Una obra de arte es fruto de la capacidad creativa del ser humano, que se cuestiona ante la realidad visible, busca descubrir su sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los colores, de los sonidos. El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de infinito. Más aún, es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Una obra de arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, impulsándonos hacia lo alto.

Pero hay expresiones artísticas que son auténticos caminos hacia Dios, la Belleza suprema; más aún, son una ayuda para crecer en la relación con él, en la oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que expresan la fe. Podemos encontrar un ejemplo cuando visitamos una catedral gótica: quedamos arrebatados por las líneas verticales que se recortan hacia el cielo y atraen hacia lo alto nuestra mirada y nuestro espíritu, mientras al mismo tiempo nos sentimos pequeños, pero con deseos de plenitud… O cuando entramos en una iglesia románica: se nos invita de forma espontánea al recogimiento y a la oración. Percibimos que en estos espléndidos edificios está de algún modo encerrada la fe de generaciones.

O también, cuando escuchamos un fragmento de música sacra que hace vibrar las cuerdas de nuestro corazón, nuestro espíritu se ve como dilatado y ayudado para dirigirse a Dios. Vuelve a mi mente un concierto de piezas musicales de Johann Sebastian Bach, en Munich, dirigido por Leonard Bernstein. Al concluir el último fragmento, en una de las Cantatas, sentí, no por razonamiento, sino en lo más profundo del corazón, que lo que había escuchado me había transmitido verdad, verdad del sumo compositor, y me impulsaba a dar gracias a Dios. Junto a mí estaba el obispo luterano de Munich y espontáneamente le dije: «Escuchando esto se comprende: es verdad; es verdadera la fe tan fuerte, y la belleza que expresa irresistiblemente la presencia de la verdad de Dios».

¡Cuántas veces cuadros o frescos, fruto de la fe del artista, en sus formas, en sus colores, en su luz, nos impulsan a dirigir el pensamiento a Dios y aumentan en nosotros el deseo de beber en la fuente de toda belleza! Es profundamente verdadero lo que escribió un gran artista, Marc Chagall: que durante siglos los pintores mojaron su pincel en el alfabeto colorido de la Biblia. ¡Cuántas veces entonces las expresiones artísticas pueden ser ocasiones para que nos acordemos de Dios, para ayudar a nuestra oración o también a la conversión del corazón!

Paul Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, en la basílica de «Notre Dame» de París, en 1886, precisamente escuchando el canto del Magníficat durante la Misa de Navidad, percibió la presencia de Dios. No había entrado en la iglesia por motivos de fe; había entrado precisamente para buscar argumentos contra los cristianos, y, en cambio, la gracia de Dios obró en su corazón.

Queridos amigos, os invito a redescubrir la importancia de este camino también para la oración, para nuestra relación viva con Dios. Las ciudades y los pueblos en todo el mundo contienen tesoros de arte que expresan la fe y nos remiten a la relación con Dios. Por eso, la visita a los lugares de arte no ha de ser sólo ocasión de enriquecimiento cultural -también esto-, sino sobre todo un momento de gracia, de estímulo para reforzar nuestra relación y nuestro diálogo con el Señor, para detenerse a contemplar -en el paso de la simple realidad exterior a la realidad más profunda que significa- el rayo de belleza que nos toca, que casi nos «hiere» en lo profundo y nos invita a elevarnos hacia Dios. Esperamos que el Señor nos ayude a contemplar su belleza, tanto en la naturaleza como en las obras de arte, a fin de ser tocados por la luz de su rostro, para que también nosotros podamos ser luz para nuestro prójimo.

EL CORRECTO USO DE LOS BIENES TERRENOS Benedicto XVI, Ángelus del 23 de septiembre de 2007

 Queridos hermanos y hermanas

Esta mañana he visitado la diócesis de Velletri, de la que fui cardenal titular durante varios años. Durante la solemne celebración eucarística, comentando los textos litúrgicos (Domingo XXV-C), he reflexionado sobre el uso correcto de los bienes terrenos, un tema que en estos domingos el evangelista san Lucas ha vuelto a proponer de diversos modos a nuestra atención.

Narrando la parábola de un administrador injusto, pero muy astuto, Cristo enseña a sus discípulos cuál es el mejor modo de utilizar el dinero y las riquezas materiales, es decir, compartirlos con los pobres, granjeándose así su amistad con vistas al reino de los cielos. «Haceos amigos con el dinero injusto -dice Jesús-, para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas» (Lc 16,9). El dinero no es «injusto» en sí mismo, pero más que cualquier otra cosa puede encerrar al hombre en un egoísmo ciego. Se trata, pues, de realizar una especie de «conversión» de los bienes económicos en vez de usarlos sólo para el propio interés, es preciso pensar también en las necesidades de los pobres, imitando a Cristo mismo, el cual, como escribe san Pablo, «siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8,9). Parece una paradoja: Cristo no nos ha enriquecido con su riqueza, sino con su pobreza, es decir, con su amor, que lo impulsó a entregarse totalmente a nosotros.

Aquí podría abrirse un vasto y complejo campo de reflexión sobre el tema de la riqueza y de la pobreza, incluso a escala mundial, en el que se confrontan dos lógicas económicas: la lógica del lucro y la lógica de la distribución equitativa de los bienes, que no están en contradicción entre sí, con tal de que su relación esté bien ordenada. La doctrina social católica ha sostenido siempre que la distribución equitativa de los bienes es prioritaria. El lucro es naturalmente legítimo y, en una medida justa, necesario para el desarrollo económico.

En la encíclica Centesimus annus escribió Juan Pablo II: «La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos» (n. 32). Sin embargo -añadió-, no se ha de considerar el capitalismo como el único modelo válido de organización económica (cf. ib., 35). La emergencia del hambre y la emergencia ecológica muestran cada vez con más evidencia que, cuando predomina la lógica del lucro, aumenta la desproporción entre ricos y pobres y una dañosa explotación del planeta. En cambio, cuando predomina la lógica del compartir y de la solidaridad, es posible corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo y sostenible.

María santísima, que en el Magníficat proclama: el Señor «a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,53), ayude a los cristianos a usar con sabiduría evangélica, es decir, con generosa solidaridad, los bienes terrenos, e inspire a los gobernantes y a los economistas estrategias clarividentes que favorezcan el auténtico progreso de todos los pueblos.

[Después del Ángelus] Saludo a los peregrinos de lengua española... Siguiendo las enseñanzas del evangelio de hoy usad adecuadamente los bienes terrenos y humanizad las estructuras económicas, a fin de que todos puedan llevar una vida más digna y acorde con los planes de Dios.

NAVIDAD, FIESTA DE LA FAMILIA


Benedicto XVI, Ángelus del 28 de diciembre de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
En el domingo que sigue al Nacimiento del Señor, celebramos con alegría a la Sagrada Familia de Nazaret. El contexto es el más adecuado, porque la Navidad es por excelencia la fiesta de la familia. Lo demuestran numerosas tradiciones y costumbres sociales, especialmente la de reunirse todos, precisamente en familia, para las comidas festivas y para intercambiarse felicitaciones y regalos. Y ¡cómo no notar que en estas circunstancias, el malestar y el dolor causados por ciertas heridas familiares se amplifican!
Jesús quiso nacer y crecer en una familia humana; tuvo a la Virgen María como madre; y san José le hizo de padre. Ellos lo criaron y educaron con inmenso amor. La familia de Jesús merece de verdad el título de "santa", porque su mayor anhelo era cumplir la voluntad de Dios, encarnada en la adorable presencia de Jesús.
Por una parte, es una familia como todas las demás y, en cuanto tal, es modelo de amor conyugal, de colaboración, de sacrificio, de ponerse en manos de la divina Providencia, de laboriosidad y de solidaridad; es decir, de todos los valores que la familia conserva y promueve, contribuyendo de modo primario a formar el entramado de toda sociedad.
Sin embargo, al mismo tiempo, la Familia de Nazaret es única, diversa de todas las demás, por su singular vocación vinculada a la misión del Hijo de Dios. Precisamente con esta unicidad señala a toda familia, y en primer lugar a las familias cristianas, el horizonte de Dios, el primado dulce y exigente de su voluntad y la perspectiva del cielo al que estamos destinados. Por todo esto hoy damos gracias a Dios, pero también a la Virgen María y a san José, que con tanta fe y disponibilidad cooperaron al plan de salvación del Señor.
Para expresar la belleza y el valor de la familia, hoy se han dado cita en Madrid miles de personas. A ellas quiero dirigirme ahora en lengua española.
Dirijo ahora un cordial saludo a los participantes que se encuentran reunidos en Madrid en esta entrañable fiesta para orar por la familia y comprometerse a trabajar en favor de ella con fortaleza y esperanza. La familia es ciertamente una gracia de Dios, que deja traslucir lo que él mismo es: Amor. Un amor enteramente gratuito, que sustenta la fidelidad sin límites, aun en los momentos de dificultad o abatimiento. Estas cualidades se encarnan de manera eminente en la Sagrada Familia, en la que Jesús vino al mundo y fue creciendo y llenándose de sabiduría, con los cuidados primorosos de María y la tutela fiel de san José.
Queridas familias, no dejéis que el amor, la apertura a la vida y los lazos incomparables que unen vuestro hogar se desvirtúen. Pedídselo constantemente al Señor, orad juntos, para que vuestros propósitos sean iluminados por la fe y ensalzados por la gracia divina en el camino hacia la santidad. De este modo, con el gozo de vuestro compartir todo en el amor, daréis al mundo un hermoso testimonio de lo importante que es la familia para el ser humano y la sociedad. El Papa está a vuestro lado, pidiendo especialmente al Señor por quienes en cada familia tienen mayor necesidad de salud, trabajo, consuelo y compañía. En esta oración del Ángelus, os encomiendo a todos a nuestra Madre del cielo, la Santísima Virgen María.

SAN FRANCISCO Y LA VIRGEN MARÍA (IV) por Martín Steiner, OFM

Alumbramiento del espíritu del Evangelio
por los méritos de María

¿Hasta dónde se remonta en la historia de Francisco su «amor indecible» a la Virgen María? Es imposible determinarlo con precisión absoluta.
Encontramos la primera manifestación en su celo por restaurar la capillita de la Porciúncula. ¿En qué estadio de su evolución se encontraba entonces Francisco? La experiencia de la «dulzura» («El Señor me condujo entre leprosos, practiqué la misericordia con ellos y, al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura», Test 2-3) le había permitido presentir ya el alcance del misterio de la encarnación; posteriormente, la revelación del Crucificado, vinculada a su heroica experiencia con los leprosos (LM 1,5), le había hecho descubrir el amor sin límites del Señor en su pasión; el mandato del crucifijo de San Damián le había confiado una tarea provisional; y el conflicto con su padre había desembocado en su «salida del siglo» (Test 3). Francisco ignoraba todavía cuál sería su vocación definitiva. Ni el servicio a los leprosos, ni la reparación de iglesias le parecía que debían agotar lo que el Señor esperaba de él. En espera de nuevas luces, se consagra sin embargo con entusiasmo a estos cometidos. Después de restaurar la iglesia de San Damián, emprende la restauración de la de San Pedro.
Concluidas dichas obras, Francisco dirige la mirada hacia la capilla de la Porciúncula, en la planicie de Asís. También este antiguo santuario se hallaba en ruinas. «Al contemplarla el varón de Dios en tal estado, movido a compasión, porque le hervía el corazón en devoción hacia la madre de toda bondad, decidió quedarse allí mismo. Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer año de su conversión» (1 Cel 21; cf. LM 2,8).
De este modo es como aflora la primera manifestación de amor a María en la vida de Francisco: no fija su residencia en San Damián ni en San Pedro, sino en la Porciúncula, revelando así su devoción a Nuestra Señora. Había adquirido la certeza de que la Virgen prefería esta minúscula iglesia entre todas. Y cuando le parece que una certidumbre es inspirada por Dios, habla de ella en términos de «revelación» (cf. Test 14.23): «El dichoso Padre solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen Santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el Santo la amaba más que a todas» (2 Cel 19; cf. TC 56).
Pero volvamos al hilo de los acontecimientos. Francisco repara iglesias durante cerca de tres años, a la vez que atiende también a los leprosos. Es un período de dura prueba, de búsqueda de su propio camino. Tiene que acostumbrarse a su vida tremendamente penosa de pobre desprovisto de todo, abandonado a la benevolencia o a la malevolencia de las gentes a quienes mendiga su subsistencia y los materiales necesarios para llevar a cabo sus obras de reparación (cf. TC 22-24). Aunque sabe que está en paz, porque ha obedecido a Dios en todo, presiente que su Señor no le ha revelado todavía su vocación definitiva. Es un espacio de tiempo doloroso desde muchos puntos de vista.
Y entonces Francisco se dirige a María: «Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, Madre de Dios, su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada» (LM 3,1). Durante este período crucial se encomienda pues a María para que ella sea su «advocata»: la que le proteja y, al mismo tiempo, interceda por él.
San Buenaventura comenta en una magnífica frase el resultado de esta gestión: «Al fin logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica» (ibíd.). Por tanto, el autor atribuye a la intervención de María el descubrimiento que Francisco hizo de su vocación, cuando oyó el evangelio de la misión. Todo hace pensar que no traiciona las convicciones del mismo Francisco.
Francisco califica como una «revelación» la iluminación súbita que tuvo entonces: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). San Buenaventura lo interpreta como una concepción y un alumbramiento paralelos a la concepción del Verbo de Dios en María. La idea no es extraña a Francisco, como lo atestigua su comentario sobre nuestra función maternal con relación a Cristo (cf. 1CtaF 10; 2CtaF 53). Aquí la podemos comprender teniendo en cuenta el paralelismo entre Cristo y Francisco, su más fiel discípulo. Como el Verbo lleno de gracia y de verdad se ha encarnado en María para ser la revelación del amor del Padre, para ser, por tanto, en su Persona la Buena Nueva para los hombres, de igual modo el evangelio va a encarnarse en Francisco sin atenuaciones ni falsificaciones, recobrando en él toda su radical novedad y siendo de nuevo convincente para todos. Esa es la misión de Francisco, quien debe tal descubrimiento a los méritos de María, a quien ha tomado como «abogada».
Se comprende la explosión de júbilo de Francisco, tras tan larga búsqueda de su propio camino: «Al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: "Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica"» (1 Cel 22). ¿Cómo no habría de reforzarse definitivamente su amor a María, a quien le debía tan gran favor? Como auténtico pobre, ¡qué gran sentido tenía Francisco de la gratitud!
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 28 (1981) 58-59].

LAS FIESTAS GADALUPANAS 2018

LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA DE GUADALUPE
De la narración conocida con el nombre «Nican Mopohua».
Siglo XVI. Archivo de la archidiócesis de la ciudad de México
El año 1531, cuando habían pasado algunos días del mes de diciembre, un indio pobre y afable, cuyo nombre era Juan Diego, según se dice, de Cuauhtitlan, cuya atención espiritual correspondía a los religiosos que residían en Tlatilolco, acudía un sábado, muy de mañana, a Tlatilolco para participar en la liturgia. Cuando llegó al monte llamado Tepeyac, ya había amanecido. Oyó un canto que procedía de la cima del monte y que ya no volvió a escuchar, oyó que alguien lo llamaba desde lo alto del monte. Se le decía: «Amado, Juan Diego». Inmediatamente se atrevió a subir hasta el lugar desde donde había sido llamado.
Cuando llegó a la cima del monte, vio a una señora de pie, que lo llamó para que se acercara. Cuando llegó ante ella, se admiró grandemente de su belleza. Su vestido brillaba como el sol. La Virgen le declaró enseguida su voluntad. Le dijo: «Amadísimo hijo, has de saber que yo soy Santa María, la perfecta siempre Virgen, la Madre del Dios verdadero, el Autor de la vida, que ha creado y sostiene todas las cosas, el Señor de cielo y tierra. Anhelo y deseo ardientemente que en este lugar sea edificado un templo, donde yo lo mostraré, lo alabaré manifestándolo, derramaré mi amor y piedad, mi auxilio y protección, porque yo soy en verdad vuestra Madre clemente, la tuya, la de todos los que permanezcáis unidos en esta tierra y la de todos los que me amen, me busquen y me invoquen con devoción y confianza. Allí escucharé sus lágrimas y aflicciones, derramaré mi bien en sus angustias y les ofreceré remedio en toda tribulación. Para que se cumpla mi deseo, ve al palacio del obispo de la ciudad de México. Le dirás que yo te he enviado para hacerle saber cómo deseo que se me edifique aquí una casa, que se me erija en el valle un templo».
Cuando llegó a la ciudad, se dirigió inmediatamente a la casa del obispo, cuyo nombre era Juan de Zumárraga, de la Orden de San Francisco. Cuando el prelado oyó a Juan Diego, no le creyó, respondiéndole: «Hijo, vuelve otro día y te escucharé. Yo pensaré qué conviene hacer a propósito de tu voluntad y deseo».
Otro día vio que la Reina bajaba de la montaña desde donde lo contemplaba. Ella le salió al encuentro cerca de la montaña, lo detuvo y le dijo: «Escucha, amado hijo: No temas nada, no sufras, ni hagas nada por causa de la enfermedad de tu tío o de cualquier otra angustia. ¿No estoy aquí yo, tu Madre? ¿No has sido puesto bajo mi sombra y protección? ¿No soy yo tu fuente de vida y felicidad? ¿No permaneces en mi regazo y en mis brazos? ¿Tienes necesidad de cualquier otra cosa? No sufras, no te turbes. Sube, amado hijo, a la cima del monte y verás diversas flores en el lugar donde me viste y te hablé. Córtalas, reúnelas y baja a traerlas ante mí».
Bajó Juan y entregó a la Reina del cielo las flores que había reunido. Ella, al verlas, las tomó con sus venerables manos, las colocó en la capa de Juan y le dijo: «Amadísimo hijo, estas flores son el signo que debes llevar al obispo. Tú eres mi legado, y a tu fidelidad encomiendo este asunto. Te ordeno severamente que no abras tu manto a no ser en presencia del obispo y que le muestres lo que llevas. Le contarás que te ordené subir al monte y recoger allí las flores, así como lo que viste y contemplaste con admiración, para que crea y procure construir el templo que deseo».
Cuando la Reina del Cielo le ordenó esto, aprisa tomó el camino para la ciudad de México. Iba alegre porque todo sucedía de modo favorable. Juan, tras entrar, se postró ante el obispo y le contó lo que había visto y el fin con el que había sido enviado. Le dijo: «Señor, he cumplido lo que me habías ordenado. He ido a decir a mi Señora, la Reina del Cielo, Santa María Madre de Dios, que tú pedías un signo para creerme y construir un templo donde la Virgen misma desea. Le dije que yo había prometido traerte una señal de su voluntad. Ella escuchó tu petición: bondadosamente aceptó que tú pidieras una señal de su voluntad y hoy, muy de mañana, me ordenó que viniera hasta ti».
Acudió toda la ciudad: veían una venerable imagen, se admiraban al verla como obra divina y suplicaban. Aquel día, el tío de Juan Diego dijo cuál era la advocación de la Virgen y que sería llamada con el nombre de Santa María siempre Virgen de Guadalupe.

EL BELEN Preparen el camino del Señor


Pensamiento bíblico:
A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia. Misericordia, Señor, misericordia, que estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos (Salmo 122).


EL «BELÉN» COMO PREPARACIÓN A LA NAVIDAD
Benedicto XVI, Ángelus del 11 de diciembre de 2005
Queridos hermanos y hermanas:
Después de celebrar la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, entramos en estos días en el sugestivo clima de la preparación próxima para la santa Navidad, y aquí ya vemos erigido el árbol. En la actual sociedad de consumo, este período sufre, por desgracia, una especie de "contaminación" comercial, que corre el peligro de alterar su auténtico espíritu, caracterizado por el recogimiento, la sobriedad y una alegría no exterior sino íntima.
Por tanto, es providencial que la fiesta de la Madre de Jesús se encuentre casi como puerta de entrada a la Navidad, puesto que ella mejor que nadie puede guiarnos a conocer, amar y adorar al Hijo de Dios hecho hombre. Así pues, dejemos que ella nos acompañe; que sus sentimientos nos animen, para que nos preparemos con sinceridad de corazón y apertura de espíritu a reconocer en el Niño de Belén al Hijo de Dios que vino a la tierra para nuestra redención. Caminemos juntamente con ella en la oración, y acojamos la repetida invitación que la liturgia de Adviento nos dirige a permanecer a la espera, una espera vigilante y alegre, porque el Señor no tardará: viene a librar a su pueblo del pecado.
En muchas familias, siguiendo una hermosa y consolidada tradición, inmediatamente después de la fiesta de la Inmaculada se comienza a montar el belén, para revivir juntamente con María los días llenos de conmoción que precedieron al nacimiento de Jesús. Construir el belén en casa puede ser un modo sencillo, pero eficaz, de presentar la fe para transmitirla a los hijos.
El belén nos ayuda a contemplar el misterio del amor de Dios, que se reveló en la pobreza y en la sencillez de la cueva de Belén. San Francisco de Asís quedó tan prendado del misterio de la Encarnación, que quiso reproducirlo en Greccio con un belén viviente; de este modo inició una larga tradición popular que aún hoy conserva su valor para la evangelización.
En efecto, el belén puede ayudarnos a comprender el secreto de la verdadera Navidad, porque habla de la humildad y de la bondad misericordiosa de Cristo, el cual «siendo rico, se hizo pobre» (2 Co 8,9) por nosotros. Su pobreza enriquece a quien la abraza y la Navidad trae alegría y paz a los que, como los pastores de Belén, acogen las palabras del ángel: «Esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Esta sigue siendo la señal, también para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI. No hay otra Navidad.
Como hacía el amado Juan Pablo II, dentro de poco también yo bendeciré las estatuillas del Niño Jesús que los muchachos de Roma colocarán en el belén de su casa. Con este gesto de bendición quisiera invocar la ayuda del Señor a fin de que todas las familias cristianas se preparen para celebrar con fe las próximas fiestas navideñas. Que María nos ayude a entrar en el verdadero espíritu de la Navidad.

LAS VISPERAS DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Pensamiento bíblico:
En la Anunciación, el ángel Gabriel, enviado por Dios, dijo a la Virgen María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres». Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús». María dijo al ángel: «Cómo será eso, pues no conozco varón». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (cf. Lc 1,26-35).


LA INMACULADA CONCEPCIÓN (I)
por Pedro de Alcántara Martínez, OFM
«Dios inefable, (...) habiendo previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el género humano que había de derivarse de la culpa de Adán, y habiendo determinado en el misterio escondido desde todos los siglos cumplir por la encarnación del Verbo la primera obra de su bondad (...), eligió y señaló desde el principio, y antes de todos los siglos, a su unigénito Hijo una Madre, de la cual, habiéndose hecho carne en la feliz plenitud de los tiempos, naciese; y tanto la amó por encima de todas las criaturas, que solamente en ella se complació con señaladísima benevolencia».
Como nos indican las anteriores palabras de Pío IX, la concepción inmaculada de la Virgen María es un maravilloso misterio de amor. La Iglesia lo fue descubriendo poco a poco, al andar de los tiempos. Hubieron de transcurrir siglos hasta que fuera definido como dogma de fe. Y no es extraño, porque Dios lo reveló obscuramente, y ello en dos momentos decisivos de la historia del mundo y en dos instantes extremos de la vida de Cristo. Y los hombres somos lentos en comprender, en descifrar el íntimo significado de las cosas.
En los albores de la creación, luego que Adán pecó seducido por Eva, arrastrándonos a todos al misterio de tristeza, al pecado, quiso Dios enviarnos un mensaje de esperanza: una mujer llevaría en brazos al hombre que había de quebrantar la cabeza de la serpiente; una mujer quedaría íntimamente asociada al Redentor en una lucha que había de terminar con la derrota satánica. Si el demonio engañó al hombre por la mujer, la mujer debelaría al demonio por el hombre y con el hombre.
No era ya noche, sino que comenzaban los levantes de la aurora, la plenitud de los tiempos, cuando el ángel se acercó a una virgen de Nazaret, en Galilea, y le dijo: «Alégrate, la llena de gracia, el Señor es contigo».
Dijo Dios a la serpiente: «Pondré enemistades entre ella y tú». Y ahora el ángel, como un eco, penetrando en el alma de María a través de sus claros ojos, la saludaba de gracia llena. Pero ¡es tan obscuro todo esto! Apenas si luego se podía comprender más, cuando vino Cristo al mundo y la Revelación se hizo palpable. Los primeros hombres que le contemplaron fueron pastores rudos. Le vieron en una gruta, recién nacido, clavel caído del seno de la aurora, glorificando las pobres briznas de heno, cual rezó Góngora en su delicioso villancico. Le miraban con ojos redondos, absortos, llenos de un asombro sencillo y elemental. Estaba en brazos de ella, Madre de Dios, circundada por un halo de celestial ternura.
Otro día las pajas del heno se habían transformado ya en leños duros y clavos atormentadores. Los labios de él bebían sangre, sudor y lágrimas en lugar de blanca leche bajada del cielo. Ella estaba de pie, sufriendo, rodeada por un velo negro de severo dolor: la nueva Eva, la compañera del Redentor, la Corredentora. Y así la contemplaban discípulos acobardados, soldados indiferentes, chusma.
Madre de Dios, Corredentora... Las mentes de los Santos Padres primero, de los teólogos medievales después, fueron desentrañando el significado de tales palabras. Comprendieron el llena de gracia a la luz del pesebre y el pondré enemistades al fulgor del Calvario. Fueron comprendiendo que la dignidad de Madre de Dios está reñida con todo pecado; que su oficio de corredentora exige la inmunidad de la mancha original, a fin de poder merecer dignamente, con su Hijo, liberarnos de la culpa. Todavía hoy siguen estudiando los teólogos el abismo de pureza que es la concepción de María, y, al analizar sus raíces y su contenido, renuevan la escena de Belén: asombro y más asombro ante la profundidad del misterio.
[Tomado de La Inmaculada Concepción, en Año Cristiano, Tomo XII, Madrid, Ed. Católica (BAC), 2006, pp. 207-209].