El título de Esposa del Espíritu Santo producía también en San Francisco una dulzura y una dignidad sublimísima. Todas las almas son esposas del Espíritu Santo, pero María lo es, sin embargo, en un sentido completamente peculiar, en un sentido intensísimo, que fue suficiente para que la revelación apropiase al Espíritu Santo la obra de la fecundación del seno virginal de la Madre de Dios en la hora de la Encarnación: Spiritus Altissimi obumbrabit te, «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35), le explicó el Arcángel. Y cuando la Virgen dijo su «Hágase» (Lc 1,38), celebróse el supremo matrimonio místico del cual participa como esposa una mera creatura.
¿Qué son todos los arrobos experimentados por almas santas en los matrimonios místicos, en comparación con este de la Virgen Madre? Ningún otro ha tenido por fruto la Encarnación del Verbo Eterno, ningún otro ha tenido por fruto el Cuerpo santísimo de Cristo Jesús, el Verum corpus, natum de Maria Virgine, «el cuerpo verdadero, nacido de la Virgen María». Ningún otro, por lo mismo, estableció lazos tan íntimos entre el Esposo divino y el alma agraciada. Ningún otro trajo consigo elevación tan alta, consagración tan sublime, plenitud tan completa y perfecta. El matrimonio divino de la Virgen de Nazaret es singularísimo, único en el más estricto sentido de la palabra. Todos los demás son indudablemente gracias sublimes e inmerecidamente grandes, pero no llegan nunca a formar sino una unión mística y un cuerpo místico, un miembro del Cuerpo Místico de Cristo y, dentro del conjunto de todos, el Cuerpo Místico como tal.
El matrimonio divino de María tuvo en cambio como fruto el Cristo físico, y ella misma se convirtió, no solamente en miembro, sino en Madre y Reina de todo el Cuerpo Místico, causa meritoria de todos los demás matrimonios místicos con que fueron agraciadas las creaturas racionales: ángeles y hombres. Su matrimonio no es únicamente más íntimo, más profundo, más amplio, más proficiente, más sublime y más real, sino que se distingue de los demás por su cualidad: forma como una especie aparte en este orden sobrenatural de las relaciones con Dios. Este título significa para la Virgen una intimidad sin par con Dios, una dulzura infinita de sus relaciones, una elevación singularísima e incomprensiblemente alta.
San Francisco no tradujo estas verdades en términos teológicos. Las entrevió a su modo; fueron para él una puerta más para penetrar en el misterio trinitario, un motivo más para amar a la Virgen. Tenía presentes las palabras que la Iglesia aplica a María Santísima: El Esposo divino que dice a la Esposa: «¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres!» (Cant 4,1). Y la Esposa, María Santísima, que dice: «Su izquierda bajo mi cabeza, y su diestra me abraza» (Cant 8,3). El santo intentaba comprender respetuosamente esta intimidad de amor. Sabía, y esto lo colmaba de indecible dulzura, que a semejanza de esta intimidad, también para él era el amor del Esposo divino y que María es Madre del amor santo y hermoso: «Yo soy la Madre del amor hermoso... Quien me obedece no pasará vergüenza, y los que se ocupan de mí no pecarán. El que me ensalza obtendrá la vida eterna» (Eclo 24,18.22). ¡Qué transportes de alegría y de amor no sacaría de estas sublimes verdades!
Contemplando estas maravillas, ya no se admiraba San Francisco de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo hubiesen adornado a la Virgen de prerrogativas singularísimas y estupendas. Contemplaba principalmente la plenitud de gracias, la plenitud de virtudes y la plenitud de poder. Si en esta consideración preferencial de los privilegios se tiene en cuenta la mentalidad caballeresca del santo, también se pone de manifiesto su seguro tino teológico: se concentró sobre las prerrogativas marianas que fluyen en línea recta de las relaciones con la Santísima Trinidad. ¿Cómo podría el Padre Eterno no adornar a su Hija de todos los dones de la santidad? ¿Cómo podría el Hijo, el Verbo Eterno, no conceder a su Madre todos los privilegios que pudieran ponerse en ella? ¿Cómo podría el Espíritu Santo tenerla como Esposa, sin hacerla al mismo tiempo Señora y Reina del Universo? Hasta parece que estas prerrogativas no son sino el complemento de aquellas otras, las relaciones especiales de las Divinas Personas. San Francisco escogió bien y coherentemente. Procuraba penetrar más y más en el sentido de estas prerrogativas, para que se transformasen en otros tantos motivos de amor y de celo caballeresco a Dios y a su santa Madre.
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