Nuestro Seráfico Padre es uno de esos hombres insignes previstos y predestinados en la mente divina para las grandes gestas de la gloria de Dios, y Asís el lugar preordenado por el Señor para irradiar su acción bienhechora sobre inmensa muchedumbre de almas.
En fuerza de la asociación inseparable que existe entre Jesucristo y su Santísima Madre por virtud del misterio de la Encarnación, toda acción divina, allí donde obre, ha de ir siempre acompañada de la cooperación de la Santísima Virgen, que será más o menos manifiesta a nuestros humanos ojos, pero realísima y hondamente radicada en este principio teológico, rector de la presente economía de la gracia.
La pasmosa vida sobrenatural de Francisco, tan rica en divinas experiencias como favorecida en dones celestiales, que le habían de constituir el gran cantor de las divinas alabanzas en el acordado concierto de la creación y aptísimo al par que docilísimo instrumento, manejado por manos divinas, para irradiar poderosas corrientes de vida sobrenatural, debió tener, y tuvo, según el principio enunciado, una vida mariana abundante y opulenta, radicada en lo más íntimo de su espíritu, con sabrosísimas experiencias de la presencia de la Virgen Santísima en su alma. Y el nacimiento de su obra, de prolongado y profundo apostolado, había de tener también como cuna la ciudad de Asís y cabe al santuario de la Santísima Virgen de los Angeles, madre y maestra de aquella pequeña grey, origen y principio de la Orden Seráfica.
La Orden Franciscana es, en los planes de Dios, una pieza de excepcional importancia en la contextura de la historia de la Iglesia. Los hechos así lo han demostrado y siguen demostrándolo. Forzoso era, que, siguiendo la ley natural, también estuviera presente la Virgen Santísima en el origen y ulterior proceso y actividad de esta grande obra.
Nuestro Seráfico Padre, en quien, según venimos diciendo, los divinos carismas con tanta prodigalidad habían de darse cita, debió tener una vida mariana intensa, porque también fue muy subida su vida divina interior, y porque era el fundador de una grande obra de irradiación de los dones divinos. Aunque los testimonios de la vida mariana del Santo Padre que han llegado a nosotros no son muy abundantes, son, sin embargo, muy significativos y elocuentes en orden a esta espiritualidad.
Dice San Buenaventura: «Nunca he leído de santo alguno que no haya profesado especial devoción a la gloriosa Virgen». Y de San Francisco, el Santo Doctor no solamente leyó su vida, sino que fue escritor de sus gestas. Como biógrafo, pues, del Seráfico Padre, cuyas fuentes de información fueron los propios compañeros del Santo Padre, pudo sondear muy bien las interioridades del espíritu del Pobrecillo, para descubrir allí los principios rectores de toda su esplendorosa vida espiritual. Naturalmente, éstos no podían ser más que Jesús y María.
Es principio teológico inconcuso, como luego veremos, que la acción de la Santísima Virgen en el proceso de toda vida cristiana a partir del santo Bautismo, y aun antes de él por la vocación a la fe, es realísima y honda, como colaboradora que es del mismo principio fontal de donde dimanan todos los dones divinos, que es Jesucristo. Esta actuación, real en todas las almas, puede ser más o menos consciente en el sujeto que la recibe y, consiguientemente, con manifestaciones más o menos explícitas, en el desarrollo normal de la vida espiritual del cristiano.
Nuestro Santo Padre, predestinado por el Señor para fundar la Orden que, con el transcurso del tiempo había de vivir, sentir y defender la gran prerrogativa de la Virgen Santísima, su Concepción Inmaculada, forzoso era que la vida mariana fuera en él intensa y plenamente consciente.
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