MARÍA Y LA VIDA ESPIRITUAL FRANCISCANA (II)


por León Amorós, OFM
Nos dice San Buenaventura, biógrafo de San Francisco, en la Leyenda Mayor: «Amaba con indecible afecto a la Madre del Señor Jesús, por ser ella la que ha convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad y por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella» (LM 9,3). Magnífico testimonio de contenido profundamente teológico de la vida mariana del Seráfico Padre: la asociación de la Santísima Virgen al misterio de la Encarnación y Redención, y su cooperación como causa meritoria de la misma.
Este «indecible afecto» del Santo Padre, de que nos habla San Buenaventura, tiene su magnífica y esplendorosa manifestación en el bellísimo Saludo que el Pobrecillo dirige a la celestial Reina (SalVM).
Si bien la vida cristiana es sustancialmente una, tanto en los individuos como en las instituciones, sin embargo su fecundidad divina es tal que, sin menoscabo de esta unidad, produce una variadísima floración de celestiales matices por los cuales no es difícil reconocer en ellos los rasgos peculiares de la fisonomía moral de Jesucristo y, consiguientemente también, de su Madre, que da personalidad sobrenatural al individuo o la institución que se nutre de esta vida.
El rasgo divino que San Francisco reproduce de la fisonomía de Jesús y de su Madre, es la virtud de la pobreza evangélica, que lleva en sí contenidas, como las premisas contienen las consecuencias, la humildad, la sencillez evangélica, la infancia espiritual, el desapego a todo lo terreno.
Es el propio San Buenaventura quien nos presenta este matiz divino de la vida del Seráfico Padre: «Frecuentemente evocaba -no sin lágrimas- la pobreza de Cristo Jesús y de su madre; y como fruto de sus reflexiones afirmaba ser la pobreza la reina de las virtudes, pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su madre» (LM 7,1).
El propio San Francisco, en la Carta dirigida a todos los fieles, dice: el Verbo del Padre..., «siendo rico, quiso elegir, con la bienaventurada Virgen, su Madre, la pobreza en el mundo» (2CtaF 4-5). [Jamás habla Francisco -señala el P. Iriarte- de la pobreza de Jesús sin que asocie a ella el recuerdo de la pobreza de la Virgen, su Madre].
Estos caracteres de la vida divina de Francisco no podían menos que pasar a su obra. Así que la Orden por él fundada había de estar asentada sobre la virtud de la pobreza evangélica, y mecida su cuna al calor de la Santísima Virgen. Y quiso la divina Providencia que fuera esta pobrísima cuna la iglesita dedicada a Santa María de los Angeles.
Que el Seráfico Padre tuviera perfecto conocimiento de la acción poderosa y decisiva de la Santísima Virgen en los principios de la Orden Franciscana, lo atestigua San Buenaventura: «Francisco -dice-, pastor de la pequeña grey, condujo, movido por la gracia divina, a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula, con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también, con su auxilio, un renovado incremento» (LM 4,5).
Profundamente radicadas ya en la devoción dulcísima de la Santísima Virgen la vida sobrenatural de Francisco y la de los doce primeros discípulos suyos, fundamentos sobre los que había de sentarse la gran obra que él fundara, la Orden Seráfica logrará ya desde su origen la plena conciencia del espíritu vital mariano que habría de ser su principio rector con el transcurso del tiempo. Quedaba, pues, plenamente vinculada la Orden Franciscana a la acción vivificadora de la Santísima Virgen. Como consecuencia lógica de este estado de cosas, y como coronamiento de esta obra, procedía ahora una declaración del Santo Fundador poniendo la Orden bajo el amparo y plena tutela de María Santísima, dedicándola a su gloria; o sea, hablando en términos modernos, consagrando la Orden a la Santísima Virgen María. Que el Santo Padre cerrara su obra con este broche de oro nos lo dice el Seráfico Doctor con estas lacónicas palabras: «Después de Cristo, depositaba principalmente en la misma su confianza; por eso la constituyó abogada suya y de todos sus hermanos, y ayunaba en su honor con suma devoción desde la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción» (LM 9,3).

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