por Gérard Guitton, OFM
La fiesta de la Navidad nos hace revivir el misterio central de la Encarnación del Hijo de Dios, que colmaba de alegría el corazón de Francisco. Francisco celebraba esta fiesta con más solemnidad que todas las demás (2 Cel 199).
Él asoció siempre a la Virgen María con la presencia de Jesús. Para Francisco, María acompaña paso a paso a Jesús en su vida de pobreza, hasta tal punto que ha podido afirmarse que la pobreza de María fue «una concretización de la pobreza de Cristo» y signo de que ella compartió y participó voluntaria y plenamente «en el destino de su Hijo» (Esser, Temas espirituales, 298). Es lo que Francisco dice con toda claridad al principio de su Carta a todos los fieles: «Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5).
Lo que Francisco ama en María, es que ella nos dio como hermano «al Señor de la majestad» (2 Cel 198). Ella nos lo dio. Esta maternidad divina contiene, pues, una realidad extraordinaria que nos afecta espiritualmente a todos y a cada uno de nosotros. Francisco hablará con frecuencia de esta maternidad en sus escritos. Y el tiempo de Navidad es particularmente propicio para la contemplación de esta maternidad de María. Pero, ¿no desborda este misterio la persona misma de María? ¿No hay en este misterio una maternidad espiritual que debemos vivir a nuestro nivel? LaCarta a todos los fieles contiene una frase que nos orienta en tal sentido; se dice allí que nosotros podemos ser «madres de nuestro Señor Jesucristo».
Una frase sorprendente
Tras recordar, primero a todos los fieles y después a los religiosos, las exigencias de la vida cristiana, vida cristiana que debe pasar por el amor a Dios y al prójimo, la vida sacramental y la renuncia a uno mismo por Cristo, san Francisco subraya cuán maravillosa es esta vida si está conformada a la acción del Espíritu Santo:
«Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo. Madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo.
»¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado» (2CtaF 48-56).
La cita es larga, pero había que reproducirla. Sus términos han sido cuidadosamente escogidos, son precisos, pero pueden sorprender. Para hablar de nuestras relaciones con las tres personas divinas, Francisco se sirve de la gama de relaciones de la vida de familia: tras recordar que todos somos «hijos» del Padre celestial, nos pide a la vez que seamos «esposos», «hermanos» y «madres» de Jesús, y se extasía en una serie de adjetivos con los que califica tales maravillas. Además de que habitualmente es imposible ser esposos, hermanos (o hermanas) y madres de la misma persona, cuando se trata de las relaciones con Jesús, la dificultad es distinta: pase todavía el ser su hermano; nos resulta más o menos familiar este parentesco con él. Ser su esposo resulta ya más difícil de entender; ¿lo intuyen un poco naturalmente los casados, por sus propias relaciones conyugales? En cuanto a ser su madre, ¿podrá experimentarlo más fácilmente cualquier mujer que ha dado a luz? No lo sé.
Lo que, por el contrario, sí sé es que, caso de que se pueda comprender algún elemento de estas realidades misteriosas, esponsal y maternal, mirando a la Virgen María es como lo lograremos. Y mirando, desde luego, al Evangelio. Como Francisco, y lo veremos a continuación.
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 39 (1984) 491-493].
Una mirada al Evangelio
Las frases breves corren la misma suerte en todas partes. Algunas se emplean con frecuencia; otras se citan sólo en raras ocasiones; incluso, a veces, caen en el olvido. Me parece que algo de esto es lo que ha ocurrido con los pasajes en los que Jesús nos habla de ser su propia madre. Son, sin embargo, pasajes muy significativos. Dos series de textos nos hablan de este tema.Una primera perícopa se encuentra en los tres evangelios sinópticos: Mateo 12,46-50; Marcos 3,31-35; Lucas 8,19-21. Citamos el pasaje de Marcos; es bastante parecido en Mateo, algo diferente en Lucas:
«Fue (Jesús) a casa y se juntó de nuevo tanta gente que no lo dejaban ni comer. Al enterarse sus parientes, fueron a echarle mano, porque decían que no estaba en sus cabales... Llegaron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. Tenía gente sentada alrededor, y le dijeron: "Oye, tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera". Él les contestó: "¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?" Y paseando la mirada por los que estaban sentados en el corro, dijo: "Aquí tenéis a mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios ése es mi hermano, mi hermana y mi madre"» (Mc 3,20-21 y 31-35).
Raras veces he leído o escuchado comentarios sobre este pasaje que, al parecer, ha molestado durante mucho tiempo a los comentaristas y predicadores. ¿Había que hablar de él cuando se predicaba sobre la Virgen María? ¿No contiene palabras descorteses sobre la madre de Jesús? En efecto, al citar este texto de Marcos (con los versículos 20-21, que no aparecen en los otros evangelios), se da a entender que María debía formar parte de la parentela que dice que Jesús no está «en sus cabales»; lo cual es bastante inquietante para cierta mariología clásica.
Hace algunas décadas se habló incluso de «mariología restrictiva» a propósito de este pasaje, pues no era bastante respetuoso con María y la frase de Jesús desviaba la atención de los discípulos de la persona de su madre para centrarlos más en sí mismos. Normalmente la Virgen María debía atraer a sí todas las miradas del cristiano. Por ello, cuando se quería exaltar a la Virgen María, se procuraba no citar este pasaje. Lo mismo ocurría con la respuesta más bien seca de Jesús a María en las bodas de Caná: «¿Quién te mete a ti en esto, mujer?» (Jn 2,4).
Afortunadamente, el Concilio Vaticano II ha tratado todas estas tendencias como se merecían, y la constitución sobre la Iglesia, la Lumen Gentium, en su capítulo final sobre «La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia», cita todos estos textos aparentemente algo «antimariológicos» (LG 58).
La segunda perícopa es más conocida y aparece con mayor frecuencia en la liturgia y en los comentarios; es el famoso loguion de «La verdadera dicha»:
«Estando él diciendo estas cosas, alzó la voz una mujer del pueblo, y dijo: "¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!" Pero él dijo: "Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan"» (Lc 11,27-28).
El aserto lanzado a Jesús apunta en ambas citas a su madre (en la primera, también a sus hermanos y hermanas); la segunda perícopa está escrita con un estilo colorista típicamente judío. Y en ambas ocasiones llama Jesús la atención sobre algo diferente de su madre. Con todo, no la desvaloriza en absoluto; al contrario, muestra que cualquier discípulo puede adquirir las mismas cualidades de su madre, que es el modelo de toda unión con Cristo. Me habláis de mi madre, dice en resumidas cuentas Jesús, pero cada uno de vosotros puede actuar como ella, es decir, cumplir la voluntad de Dios; si hacéis esto, estaréis vinculados a mí como un hermano, como una hermana, como mi madre incluso, que cumplió siempre la voluntad de Dios.
San Marcos y san Mateo insisten en hacer, en cumplir la voluntad de Dios, siguiendo la idea básica del discurso de la montaña: hacer, cumplir la voluntad del Padre para entrar en el reino de los cielos (Mt 7, 21). San Lucas prefiere insistir en la escucha de la Palabra de Dios y en guardarla en el corazón. Es la actitud habitual de todos los discípulos lucanos, empezando por María: en la Anunciación, María escucha la Palabra de Dios y la guarda en su seno para que fructifique y tome cuerpo convirtiéndose en el cuerpo de Jesús, que ella dará al mundo en la noche de Navidad. Durante el período de la infancia, María permanece igualmente a la escucha de todo cuanto sucede a su hijo, conserva en su corazón todos estos «rèmata», vocablo griego que significa, a la vez, «palabras» y «acontecimientos» (Lc 2,19.51; cf. Adm 28,3). En otro lugar, es otra María, la hermana de Marta, quien elige únicamente escuchar la palabra de Jesús y quien, por ello, «ha elegido la mejor parte» (Lc 10,38-40). San Pablo dirá más tarde, en ese mismo sentido, que la fe nace de la audición (Rm 10,17).
Es bien comprensible, pues, que en el pasaje de «La verdadera dicha» subraye san Lucas la importancia de la escucha de la Palabra para luego guardarla celosamente. ¿Dichosa mi madre?, pregunta Jesús. Ciertamente, pero porque ha escuchado plenamente la Palabra de Dios y la ha guardado en su corazón. Pues bien, cualquier discípulo puede ser tan dichoso como ella si sabe escuchar y conservar la Palabra, Palabra que hará nacer en él la fe y el amor que María tuvo como nadie. Y «guardar, conservar la Palabra» no es, de ningún modo, una actitud pasiva o a la espera de los acontecimientos, sino la tarea de la mujer encinta que lleva en su seno una semilla que no cesa de crecer, de tomar cuerpo y, por último, de nacer para ser abiertamente revelada al mundo.
Tal debe ser la actitud profunda de todo discípulo de Cristo.
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 39 (1984) 493-495]
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