«LA SEÑORA ME HABLÓ»
De una carta de Sta. Bernardita Soubirous al P. Gondrand
Cierto día fui a la orilla del río Gave a recoger leña con otras dos niñas. En seguida oí como un ruido. Miré a la pradera, pero los árboles no se movían. Alcé entonces la cabeza hacia la gruta y vi a una mujer vestida de blanco, con un cinturón azul celeste y sobre cada uno de sus pies una rosa amarilla, del mismo color que las cuentas de su rosario.Creyendo engañarme, me restregué los ojos. Metí la mano en el bolsillo para buscar mi rosario. Quise hacer la señal de la cruz, pero fui incapaz de llevar la mano a la frente. Cuando la Señora hizo la señal de la cruz, lo intenté yo también y, aunque me temblaba la mano, conseguí hacerla. Comencé a rezar el rosario, mientras la Señora iba desgranando sus cuentas, aunque sin despegar los labios. Al acabar el rosario, la visión se desvaneció.
Pregunté entonces a las dos niñas si habían visto algo. Ellas lo negaron y me preguntaron si es que tenía que hacerles algún descubrimiento. Les dije que había visto a una mujer vestida de blanco, pero que no sabía de quién se trataba. Les pedí que no lo contaran. Ellas me recomendaron que no volviese más por allí, a lo que me opuse. El domingo volví, pues sentía internamente que me impulsaban...
Aquella Señora no me habló hasta la tercera vez, y me preguntó si querría ir durante quince días. Le dije que sí, y ella añadió que debía avisar a los sacerdotes para que edificaran allí una capilla. Luego me ordenó que bebiera de la fuente. Como no veía ninguna fuente, me fui hacia el río Gave, pero ella me indicó que no hablaba de ese río, y señaló con el dedo la fuente. Me acerqué, y no había más que un poco de agua entre el barro. Metí la mano, y apenas podía sacar nada, por lo que comencé a escarbar y al final pude sacar algo de agua; por tres veces la arrojé y a la cuarta pude beber. Después desapareció la visión y yo me marché.
Volví a ir allá durante quince días. La Señora se me apareció como de costumbre, menos un lunes y un viernes. Siempre me decía que advirtiera a los sacerdotes que debían edificarle una capilla, me mandaba lavarme en la fuente y rogar por la conversión de los pecadores. Le pregunté varias veces quién era, a lo que me respondía con una leve sonrisa. Por fin, levantando los brazos y los ojos al cielo, me dijo:
«Yo soy la Inmaculada Concepción».
En aquellos días me reveló también tres secretos, prohibiéndome absolutamente que los comunicase a nadie, lo que he cumplido fielmente hasta ahora.
Benedicto XVI, Ángelus del 11 de febrero de 2007
y homilía del 14 de septiembre de 2008 en Lourdes
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy la Iglesia recuerda la primera aparición de la Virgen María a santa Bernardita, acaecida el 11 de febrero de 1858 en la gruta de Massabielle, cerca de Lourdes. Se trata de un acontecimiento prodigioso, que ha hecho de aquella localidad, situada en la vertiente francesa de los Pirineos, un centro mundial de peregrinaciones y de intensa espiritualidad mariana. En aquel lugar, desde hace ya casi 150 años, resuena con fuerza la exhortación de la Virgen a la oración y a la penitencia, como un eco permanente de la invitación con la que Jesús inauguró su predicación en Galilea: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
Además, aquel santuario se ha convertido en meta para numerosos peregrinos enfermos que, poniéndose a la escucha de María santísima, son invitados a aceptar sus sufrimientos y a ofrecerlos por la salvación del mundo, uniéndolos a los de Cristo crucificado. Precisamente por el vínculo existente entre Lourdes y el sufrimiento humano, hace quince años el amado Juan Pablo II decidió que, con ocasión de la fiesta de la Virgen de Lourdes, se celebrara también la Jornada mundial del enfermo.
Bernadette era la primogénita de una familia muy pobre, sin sabiduría ni poder, de salud frágil. María la eligió para transmitir su mensaje de conversión, de oración y penitencia, en total sintonía con la palabra de Jesús: «Porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla» (Mt 11,25). En su camino espiritual, también los cristianos están llamados a desarrollar la gracia de su Bautismo, a alimentarse de la Eucaristía, a sacar de la oración la fuerza para el testimonio y la solidaridad con todos sus hermanos en la humanidad.
Continuando su catequesis, la "Hermosa Señora" revela su nombre a Bernadette: «Yo soy la Inmaculada Concepción». María le desvela de este modo la gracia extraordinaria que Ella recibió de Dios, la de ser concebida sin pecado, porque «ha mirado la humillación de su esclava» (cf. Lc 1,48). María es la mujer de nuestra tierra que se entregó por completo a Dios y que recibió de Él el privilegio de dar la vida humana a su eterno Hijo. «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Ella es la hermosura transfigurada, la imagen de la nueva humanidad. De esta forma, al presentarse en una dependencia total de Dios, María expresa en realidad una actitud de plena libertad, cimentada en el completo reconocimiento de su genuina dignidad. Este privilegio nos concierne también a nosotros, porque nos desvela nuestra propia dignidad de hombres y mujeres, marcados ciertamente por el pecado, pero salvados en la esperanza, una esperanza que nos permite afrontar nuestra vida cotidiana. Es el camino que María abre también al hombre. Ponerse completamente en manos de Dios, es encontrar el camino de la verdadera libertad. Porque, volviéndose hacia Dios, el hombre llega a ser él mismo. Encuentra su vocación original de persona creada a su imagen y semejanza.
Queridos hermanos y hermanas, la vocación primera del santuario de Lourdes es ser un lugar de encuentro con Dios en la oración, y un lugar de servicio fraterno, especialmente por la acogida a los enfermos, a los pobres y a todos los que sufren. En este lugar, María sale a nuestro encuentro como la Madre, siempre disponible a las necesidades de sus hijos. Mediante la luz que brota de su rostro, se trasparenta la misericordia de Dios. Dejemos que su mirada nos acaricie y nos diga que Dios nos ama y nunca nos abandona. María nos recuerda aquí que la oración, intensa y humilde, confiada y perseverante debe tener un puesto central en nuestra vida cristiana. La oración es indispensable para acoger la fuerza de Cristo. «Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción» (Deus caritas est, n. 36). Dejarse absorber por las actividades entraña el riesgo de quitar de la plegaria su especificad cristiana y su verdadera eficacia. En el Rosario, tan querido para Bernadette y los peregrinos en Lourdes, se concentra la profundidad del mensaje evangélico. Nos introduce en la contemplación del rostro de Cristo. De esta oración de los humildes podemos sacar copiosas gracias.
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