QUÉ SIGNIFICA «ENTRAR EN LA CUARESMA»


Benedicto XVI, Ángelus del 10 de febrero de 2008
Queridos hermanos y hermanas: Con el ayuno y el rito de imposición de la ceniza, hemos entrado en la Cuaresma. Pero, ¿qué significa "entrar en la Cuaresma"? Significa iniciar un tiempo de particular empeño en el combate espiritual que nos opone al mal presente en el mundo, en cada uno de nosotros y en torno a nosotros. Quiere decir mirar el mal cara a cara y disponerse a luchar contra sus efectos, sobre todo contra sus causas, hasta la causa última, que es Satanás. Significa no descargar el problema del mal en los demás, en la sociedad o en Dios, sino reconocer las propias responsabilidades y afrontarlo conscientemente.
A este propósito, resuena con mucha urgencia, para nosotros cristianos, la invitación de Jesús a que cada uno tome su "cruz" y lo siga con humildad y confianza (cf. Mt 16,24). La "cruz", por pesada que sea, no es sinónimo de desventura, de desgracia que hay que evitar lo más posible, sino de oportunidad para seguir a Jesús y así adquirir fuerza en la lucha contra el pecado y el mal. Por tanto, entrar en la Cuaresma significa renovar la decisión personal y comunitaria de afrontar el mal junto con Cristo. En efecto, el camino de la cruz es el único que conduce a la victoria del amor sobre el odio, del compartir con los demás sobre el egoísmo, de la paz sobre la violencia. Vista así, la Cuaresma es en verdad una ocasión de fuerte empeño ascético y espiritual, fundado en la gracia de Cristo.
Este año, el inicio de la Cuaresma coincide providencialmente con el 150° aniversario de las apariciones de Lourdes. Cuatro años después de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción por parte del beato Pío IX, María se apareció por primera vez el 11 de febrero de 1858 a santa Bernardita Soubirous en la gruta de Massabielle. Siguieron luego otras apariciones, acompañadas de acontecimientos extraordinarios, y al final la Virgen santísima se despidió revelando a la joven vidente, en el dialecto local: «Yo soy la Inmaculada Concepción». El mensaje que la Virgen sigue difundiendo en Lourdes recuerda las palabras que Jesús pronunció precisamente al inicio de su misión pública, y que volvemos a escuchar muchas veces durante estos días de Cuaresma: «Convertíos y creed en el Evangelio», rezad y haced penitencia. Acojamos la invitación de María, que hace eco a la de Cristo, y pidámosle que nos obtenga "entrar" con fe en la Cuaresma, para vivir con alegría interior y empeño generoso este tiempo de gracia.
A la Virgen le encomendamos también a los enfermos y a cuantos los asisten amorosamente. En efecto, mañana, memoria de la Virgen de Lourdes, se celebra la Jornada mundial del enfermo. Saludo de todo corazón a los peregrinos que se reunirán en la basílica de San Pedro, guiados por el cardenal Lozano Barragán, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud. Lamentablemente, no podré encontrarme con ellos, porque esta tarde iniciaré los ejercicios espirituales, pero en el silencio y en el recogimiento oraré por ellos y por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo. A cuantos quieran recordarme ante el Señor, les expreso desde ahora mi sincera gratitud.
En este primer domingo de Cuaresma, os animo a que os dejéis llevar sin temor por el Espíritu Santo para seguir más de cerca a Cristo en su camino hacia la Pascua. Pidamos a la Virgen María que interceda por nosotros, para que sepamos responder con generosidad a la llamada que Dios nos hace a la conversión y a la renovación de nuestra fe. ¡Feliz domingo!

LA MEDITACIÓN FRANCISCANA 
por Octaviano Schmucki, OFMCap
Naturaleza de la meditación franciscana 

Ante todo, hemos de constatar el hecho innegable de que Francisco, ya desde los inicios de su conversión, se dedicaba con frecuencia y prolongadamente a la oración mental. A su regreso de Espoleto, cuando aún vivía en casa de su padre, encontrándose en cierta ocasión con sus compañeros de fiestas, experimentó de repente la dulzura divina: «Y sucedió que súbitamente lo visitara el Señor, y su corazón quedó tan lleno de dulzura, que ni podía hablar, ni moverse, ni era capaz de sentir ni de percibir nada, fuera de aquella dulcedumbre. Y quedó de tal suerte enajenado de los sentidos, que, como él dijo más tarde, aunque lo hubieran partido en pedazos, no se hubiera podido mover del lugar» (TC 7).
Y añade la misma fuente: «Desde aquel momento..., apartándose poco a poco del bullicio del siglo, se afanaba por ocultar a Jesucristo en su interior, y... se retiraba frecuentemente y casi a diario a orar en secreto. A ello le instaba, en cierta manera, aquella dulzura que había pregustado, y que lo visitaba con frecuencia y, estando en plazas u otros lugares, lo arrastraba a la oración» (TC 8).
Notemos ya desde ahora el concepto maravilloso que Francisco tenía de la oración: con ella acogía en su interior a Jesucristo. El lector podrá advertir también el nexo existente entre la gracia mística al sentir la irresistible dulzura divina y la predilección por la oración en el recogimiento. En este sentido, meditar significa gustar de la dulzura de Dios presente en nosotros.
Es interesante recordar otro pasaje de la Leyenda de los Tres Compañeros, que se refiere también a este primer período: «Transformado hacia el bien después de su visita a los leprosos, decía a un compañero suyo, al que amaba con predilección y a quien llevaba consigo a lugares apartados, que había encontrado un tesoro grande y precioso. Lleno de alegría este buen hombre, iba de buen grado con Francisco cuantas veces éste lo llamaba. Francisco lo llevaba muchas veces a una cueva cerca de Asís, y, dejando afuera al compañero que tanto anhelaba poseer el tesoro, entraba él solo; y, penetrado de nuevo y especial espíritu, suplicaba en secreto al Padre, deseando que nadie supiera lo que hacía allí dentro, sino sólo Dios, a quien consultaba asiduamente sobre el tesoro celestial que había de poseer» (TC 12).
Dadas las circunstancias de vida en las que se encontraba entonces, Francisco oró insistentemente y de forma particular para que la bondad paternal de Dios le revelase el camino a seguir en el futuro.
Por su parte, san Buenaventura nos refiere cómo se ejercitaba la primitiva fraternidad en la práctica de la oración: «Se entregaban allí [en el tugurio de Rivotorto] de continuo a las preces divinas, siendo su oración devota más bien mental que vocal, debido a que todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las horas canónicas. Pero en su lugar repasaban día y noche con mirada continua el libro de la cruz de Cristo, instruidos con el ejemplo y la palabra de su Padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo» (LM 4,3).
Significativo resulta el concepto de oración, tal como se transparenta en algunos textos de losEscritos. En un fragmento de la Primera Regla, Francisco percibe la oración en el hecho de que «el hombre dirija la mente y el corazón a Dios» y advierte el peligro de que «nuestra mente y nuestro corazón se aparten del Señor» (cf. 1 R 22,25-26). Nos hallamos ante una intuición espiritual muy profunda. La oración digna de este nombre no puede agotarse en una retahíla de palabras sin participación del espíritu, «como hacen los paganos, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados» (Mt 6,7), o en la reflexión teórica sobre Dios, ni siquiera en un afecto piadoso pasajero. Por el contrario, orar es el encuentro personal del hombre con Dios al nivel de aquella profundidad del alma que los místicos llaman «ápice de la mente», «hondón del alma» o, con palabras más accesibles a la mentalidad moderna, centro de la personalidad humana.
Llegados a este punto, hemos de tener presente el hecho de que Francisco vivió de manera sorprendente el misterio de la Santísima Trinidad. «Y hagámosle siempre allí [en el corazón y la mente] habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,27). Por ser el centro de nuestra persona y el lugar donde se da cita y se realiza el encuentro del hombre con Dios Trino, Francisco se esforzaba en que su oración mental estuviera unida a una búsqueda continua de soledad. Pretendía con ello crear un clima más favorable para penetrar en dicha profundidad y encontrar en su corazón a Aquel a quien alaba.

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