Benedicto XVI, Ángelus del 26 de diciembre de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio según san Lucas narra que los pastores de Belén, después de recibir del ángel el anuncio del nacimiento del Mesías, «fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (2,16). Así pues, a los primeros testigos oculares del nacimiento de Jesús se les presentó la escena de una familia: madre, padre e hijo recién nacido. Por eso, el primer domingo después de Navidad, la liturgia nos hace celebrar la fiesta de la Sagrada Familia. Este año tiene lugar precisamente al día siguiente de la Navidad y, prevaleciendo sobre la de san Esteban, nos invita a contemplar este «icono» en el que el niño Jesús aparece en el centro del afecto y de la solicitud de sus padres. En la pobre cueva de Belén -escriben los Padres de la Iglesia- resplandece una luz vivísima, reflejo del profundo misterio que envuelve a ese Niño, y que María y José custodian en su corazón y dejan traslucir en sus miradas, en sus gestos y sobre todo en sus silencios. De hecho, conservan en lo más íntimo las palabras del anuncio del ángel a María: «El que ha de nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35).
Sin embargo, el nacimiento de todo niño conlleva algo de este misterio. Lo saben muy bien los padres que lo reciben como un don y que, con frecuencia, así se refieren a él. Todos hemos escuchado decir alguna vez a un papá y a una mamá: «Este niño es un don, un milagro». En efecto, los seres humanos no viven la procreación meramente como un acto reproductivo, sino que perciben su riqueza, intuyen que cada criatura humana que se asoma a la tierra es el «signo» por excelencia del Creador y Padre que está en el cielo. ¡Cuán importante es, por tanto, que cada niño, al venir al mundo, sea acogido por el calor de una familia! No importan las comodidades exteriores: Jesús nació en un establo y como primera cuna tuvo un pesebre, pero el amor de María y de José le hizo sentir la ternura y la belleza de ser amados. Esto es lo que necesitan los niños: el amor del padre y de la madre. Esto es lo que les da seguridad y lo que, al crecer, les permite descubrir el sentido de la vida. La Sagrada Familia de Nazaret pasó por muchas pruebas, como la de la «matanza de los inocentes» -nos la recuerda el Evangelio según san Mateo-, que obligó a José y a María a emigrar a Egipto (cf. 2,13-23). Ahora bien, confiando en la divina Providencia, encontraron su estabilidad y aseguraron a Jesús una infancia serena y una educación sólida.
Queridos amigos, ciertamente la Sagrada Familia es singular e irrepetible, pero al mismo tiempo es «modelo de vida» para toda familia, porque Jesús, verdadero hombre, quiso nacer en una familia humana y, al hacerlo así, la bendijo y consagró. Encomendemos, por tanto, a la Virgen y a san José a todas las familias, para que no se desalienten ante las pruebas y dificultades, sino que cultiven siempre el amor conyugal y se dediquen con confianza al servicio de la vida y de la educación.
[Después del Ángelus] En este tiempo de la santa Navidad, el deseo y la invocación del don de la paz se han intensificado aún más. Pero nuestro mundo sigue marcado por la violencia, especialmente contra los discípulos de Cristo. He recibido con gran tristeza la noticia del atentado en una iglesia católica en Filipinas, mientras se celebraban los ritos del día de Navidad, así como el ataque a iglesias cristianas en Nigeria. La tierra se ha vuelto a manchar de sangre en otras partes del mundo, como en Pakistán. Deseo expresar mi más sentido pésame por las víctimas de estas absurdas violencias, y repito una vez más el llamamiento a abandonar la senda del odio para encontrar soluciones pacíficas a los conflictos y dar a las queridas poblaciones seguridad y serenidad. En este día, en que celebramos a la Sagrada Familia, que vivió la dramática experiencia de tener que huir a Egipto a causa de la furia homicida de Herodes, recordemos también a todos aquellos -especialmente a las familias- que se ven obligados a abandonar sus casas a causa de la guerra, de la violencia y de la intolerancia. Os invito, por tanto, a uniros a mí en la oración para pedir con fuerza al Señor que toque el corazón de los hombres y traiga esperanza, reconciliación y paz.
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