«SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR»

Benedicto XVI, Ángelus del 25 de julio de 2010


Queridos hermanos y hermanas:El Evangelio de este domingo [Lc 11,1-13] nos presenta a Jesús recogido en oración, un poco apartado de sus discípulos. Cuando concluyó, uno de ellos le dijo: «Señor, enséñanos a orar». Jesús no puso objeciones, ni habló de fórmulas extrañas o esotéricas, sino que, con mucha sencillez, dijo: «Cuando oréis, decid: "Padre..."», y enseñó el Padrenuestro, sacándolo de su propia oración, con la que se dirigía a Dios, su Padre. San Lucas nos transmite el Padrenuestro en una forma más breve respecto a la del Evangelio de san Mateo, que ha entrado en el uso común. Estamos ante las primeras palabras de la Sagrada Escritura que aprendemos desde niños. Se imprimen en la memoria, plasman nuestra vida, nos acompañan hasta el último aliento. Desvelan que «no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús» (Benedicto XVI).
Esta oración recoge y expresa también las necesidades humanas materiales y espirituales: «Danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados». Y precisamente a causa de las necesidades y de las dificultades de cada día, Jesús exhorta con fuerza: «Yo os digo: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá». No se trata de pedir para satisfacer los propios deseos, sino más bien para mantener despierta la amistad con Dios, quien -sigue diciendo el Evangelio- «dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan».
Lo experimentaron los antiguos «padres del desierto» y los contemplativos de todos los tiempos, que llegaron a ser, por razón de la oración, amigos de Dios, como Abrahán, que imploró al Señor librar a los pocos justos del exterminio de la ciudad de Sodoma. Santa Teresa de Ávila invitaba a sus hermanas de comunidad diciendo: «Debemos suplicar a Dios que nos libre de estos peligros para siempre y nos preserve de todo mal. Y aunque no sea nuestro deseo con perfección, esforcémonos por pedir la petición. ¿Qué nos cuesta pedir mucho, pues pedimos al Todopoderoso?». Cada vez que rezamos el Padrenuestro, nuestra voz se entrelaza con la de la Iglesia, porque quien ora jamás está solo. «Todos los fieles deberán buscar y podrán encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana, enseñada por la Iglesia... cada uno se dejará conducir... por el Espíritu Santo, que lo guía, a través de Cristo, al Padre» (Congregación para la doctrina de la fe, 15-X-1989).
Que la Virgen María nos ayude a redescubrir la belleza y la profundidad de la oración cristiana.
[Después del Ángelus] Al enseñar a sus discípulos a orar, Jesús nos revela quién es su Padre y nuestro Padre, y abre nuestro corazón a nuestros hermanos y hermanas. Dejémonos alcanzar por el soplo del Espíritu Santo, quien hace de nosotros verdaderos orantes.
Como los discípulos en el Evangelio de este domingo, muchas personas también se preguntan: «Orar, ¿cómo se hace?». El propio Jesús fue un gran orante y, con el Padrenuestro nos enseñó sobre todo que Dios es un Padre que nos ama, que escucha nuestras plegarias y que quiere lo mejor para nosotros. Si interiorizamos esto, nuestra oración se hace viva y vigorosa.
En el Evangelio de este día, Jesús afirma: «Cuando oréis, decid: Padre, sea santificado tu nombre». De esta forma, él nos enseña la oración, que es expresión de nuestra adoración y de nuestra gratitud, así como de la piedad y de nuestras súplicas dirigidas al Creador de todo bien. En ella se manifiesta nuestra fe y nuestra confianza en la Divina Providencia. Acordémonos de la oración, tanto en nuestro trabajo diario como en los momentos de descanso de nuestras vacaciones
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LA ORACIÓN, DESARROLLO

DE LA «VIDA DE PENITENCIA»
por Kajetan Esser - Engelbert Grau, OFM

Aplicaciones (I)

Francisco es maestro para sus seguidores no sólo en lo tocante a los puntos fundamentales, las condiciones y las actitudes de la oración, sino que también les transmite importantes indicaciones para su misma oración práctica.

1. La mayor parte de las oraciones que nos han llegado de Francisco son oraciones de glorificacióny de alabanza. Exhorta una y otra vez a alabar y glorificar al Altísimo. Alabar y glorificar a Dios «por sí mismo» es lo más sublime que puede y debe hacer el hombre. Toda la vida del franciscano debe ser precisamente un cántico constante de alabanza a Dios y debe estimular a todos los hombres a esta alabanza del Señor: «Tal debería de ser el comportamiento de los hermanos entre los hombres -decía Francisco-, que cualquiera que los oyera o viera, diera gloria al Padre celestial y le alabara devotamente» (TC 58). Para ello es esencialmente necesario que esta alabanza divina encuentre de continuo su expresión inmediata en la oración. La repetida exhortación del santo fundador a esta clase de oración debe constituir un deber para sus hermanos y hermanas.
La oración de alabanza se convierte también en oración de reparación: «Y cuando veamos u oigamos decir o hacer el mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos y hagamos bien y alabemos a Dios, que es bendito por los siglos» (1 R 17,19). Aquí se entreabre una posibilidad que, por cierto, se tiene muy poco en cuenta, pero que según la intención del Santo habrá que tenerla siempre presente. La oración de alabanza alcanza su grado más sublime en el acto de adoración, en el cual insiste también Francisco a sus hermanos con harta frecuencia; pero el hombre sólo puede adorar a Dios en el amor y con una ilimitada pureza de corazón. En esto nunca se podrá hacer bastante, porque Dios busca esto por encima de todo: «Por consiguiente, amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura, porque él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad... Y digámosle alabanzas y oraciones día y noche diciendo: Padre nuestro, que estás en el cielo, porque es preciso que oremos siempre y que no desfallezcamos» (2CtaF 19-21).
La oración de acción de gracias y de petición no debe emplearse, en primer lugar, para las necesidades, preocupaciones o deseos personales de mayor o menor importancia, sino que debe orientarse más bien a las grandes preocupaciones del Reino de Dios y del acontecimiento salvífico, a fin de que en todo y por todo sea glorificado Dios por sí mismo. Precisamente Francisco deseaba especialmente que los suyos dieran gracias a Dios «por sí mismo»: «El mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es bueno» (1 R 17,18; 1 R 23).
El objeto de la oración de petición debe constituirlo ante todo las necesidades del tiempo y del mundo, de la Iglesia, del Reino de Dios, a fin de que la glorificación de Dios sea plena en todo: «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place» (CtaO 50). Todo aquel que recita esta oración coloca en su justo orden la petición personal por la constancia y perseverancia en la vida de penitencia y en la imitación de Cristo, pues lo que busca en primer lugar no es la propia santidad y perfección, sino la glorificación de Dios.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 8 (1974) 174-181]


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