FRANCISCO DE ASÍS (1181-1226)

por: JACQUES VIDAL, OFM
Esta figura de la santidad cristiana constituye un hito decisivo en la historia, irradia una gran autoridad y lleva consigo el fruto de la paz. Ello se debe sobre todo a la sencillez de su mensaje, y también a su universalidad. Toda persona preocupada por el sentido del universo puede reconocer en él una parte de su propia profundidad referida a la profundidad de Dios.
1. Conversión
Francisco Bernardone era hijo de un rico comerciante en paños de Asís, en la Umbría. Ayudó a su padre, veneró a su madre y tuvo éxito con los amigos. Su juventud se halla envuelta en la vida febril de su ciudad. Los biógrafos (Cuthbert, Englebert, Joergensen, Timmermans) y los historiadores (Sabatier, Esser, Manselli) destacan la fuerza festiva de este primer impulso. Unos lo captan en la verdad de una imaginación plena de salud natural, en tanto que otros se aproximan a él con el rigor de los hechos. Francisco, entre el sueño y la realidad, deja correr su adolescencia. Hace cantar a las fuentes heroicas (Tomás de Celano, san Buenaventura) y conjuga su arquetipo con las aspiraciones de la época. Caballería, honor, valor, gloria, generosidad, libertad, fidelidad: un arco iris demasiado vivo marca el alma de este joven campeón.
Los años jóvenes pasan cuando sobreviene el fracaso en la guerra contra Perusa, el cautiverio y la enfermedad (1202-1205). El hechizo se rompe y el héroe muere y deja su puesto a un extraño personaje que se fragua en el silencio. La luz que le invita apaga el fuego de las fiestas pasadas. Si esa luz no exalta, es porque su fuente está oculta. Francisco se vuelve a ella para descubrirla. Esto le hace entrar en conflicto con su padre Pedro, con sus amigos y consigo mismo (1206-1208). Su recurso es la oración. Gime en la ladera de las colinas, en la iglesia de San Damián, junto al sacerdote que la atiende, junto al obispo Guido de Asís. Los signos de una conversión al misterio de Cristo van tomando forma. Se afirman en la piedra y en la madera, en la palabra escuchada: «Francisco, ve y repara mi casa.»
Pero, ¿adónde ir y qué hacer? El misterio de Dios le turba. El hombre que lo descubre reconoce que Dios ya estaba allí, delante. Así Francisco sabe que obedecía ya a un rayo de esa luz cuando corría en busca del mendigo al que acababa de rehuir. Dios es aquel que nos precede, y también aquel que nos priva de nuestras seguridades. Está en todas partes, y nada basta para contenerle. En ese océano que está ahí, sin ir a ninguna parte, ¿cómo encontrar un camino? El Dios vivo irrumpe. Oprime como una inmensidad. Escinde entre el cielo y el agua. Para encontrar la tierra, es preciso ir hasta el fondo de sí mismo. Viendo cómo una luz esclarece lo que hay abajo, el alma conoce que la luz procede de arriba. El deseo se hace valle para ser montaña. La conversión es el descubrimiento asombrado de una relación originaria que marca un itinerario. Francisco de Asís, ante el crucifijo de San Damián, acepta vivir su verdad hasta transformarla en «religión».
2. Religión
«Cuando yo vivía en pecado, la vista de los leprosos me resultaba insoportable. Pero el Señor me condujo entre ellos, y lo que me parecía amargo se trocó en dulzura para el alma y para el cuerpo» (Testamento). Francisco de Asís sitúa el inicio de su religión en el beso al leproso. La inversión de los valores sensibles que saborean el alma y el cuerpo significa la transformación de una esclavitud en una serena libertad. El espíritu exulta porque la realización pública de un acto prohibido pone de manifiesto la verdad de una metamorfosis.
La energía así renovada no impide lo trágico. Tiende, por el contrario, a descender hacia la miseria en proporción al bien que se persigue. Francisco se emplea con ardor en seguir al Cristo que cura. Sus hallazgos son conmovedores. Todos, o casi todos, llevan el sello de un realismo del símbolo. El leproso, imagen viva del pecado en toda criatura, le atrae irresistiblemente. Se dirige hacia el mendigo, hacia el ladrón, hacia el pobre, hacia el marginado; se preocupa del animal, de la planta y de todas las cosas. Cuanto más se aproxima a los pequeños, más le alegra el canto de la alondra al elevarse por el aire. Su alma se despliega con el cuerpo y con el universo, cerca del Creador. Su joven religión aspira a llevar el mundo y los hombres a la raíz regenerada de una común relación de origen. Guiado por una luz secreta, presiente el formidable viaje, la enorme herida, y empieza a entregar su llanto a la misericordia del espíritu.
El espíritu es dueño y señor cuando degusta la dulzura de la penitencia. Su luz naciente se remonta desde el fondo del abismo y su fuerza purificadora afirma el despojo del ser. El sayal terroso, las sandalias, el bastón, la ermita, simbolizan la profundidad convertida. Y esa profundidad se llama pobreza, simplicidad, libertad. Sus eclosiones adornan las praderas de la vida cotidiana. Trovador, juglar de Dios, heraldo del Gran Rey, enviado del Altísimo, Francisco de Asís respira su único mensaje: «Mi Dios y mi Todo.» Su sentido patético, su genio escénico, su instinto del ritmo y del gesto, llevan los símbolos a los terrenos en los que se activan las potencias del mito y del rito. En los espacios del hombre esencial, éste danza su religión. Hace de ella un arte que va a dar origen a una tradición legendaria (Florecillas).
Pero el vino del gozo es para el esfuerzo y la religión es religión de la ascensión. Desde el principio, cuando se dispone a descender, es para elevarse. La montaña, ¿no es el abismo ya colmado? Francisco recibe del evangelio esa montaña total. Se ajusta al evangelio sin demora, sin glosa, sin pertrechos, en la fiesta de san Mateo, el 24 de febrero de 1208. El evangelio resume su trayectoria vital. Principio y fin de los itinerarios de salvación, vocación esencial, la buena nueva es el camino real. Permite acceder a la verdad de una tradición, en el seno de una comunidad viva que conoce la piedra angular y la cumbre, Jesucristo, el Señor, luz del mundo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, nacido de la virgen María, creador y redentor. Desde entonces el misterio de la encarnación abre el camino a la religión de la profundidad, el misterio de la pasión a la religión de la penitencia y el misterio de la resurrección a la religión de la altura. Jesús de Nazaret es el perfecto religioso del Padre que está en los cielos. Cada hombre que adore en espíritu y en verdad desplegará en él su relación originaria en la amistad de una filiación divina perdida y hallada.
Esta vuelta al Cristo de los evangelios confiere a la religión de Francisco su forma de plenitud. Es su navidad, su pascua y su ascensión. Realiza su pentecostés según la índole de su persona y de su época (Leyenda de los tres compañeros). Su experiencia se hace palabra. Francisco por su parte, anuncia lo que conoce: la gozosa participación en una misma herencia. Esta predicación, que el papa Inocencio III aprueba (1209), posee la autoridad de una fuente. Su agua viva gusta a pobres y a ricos, a hombres y a mujeres, a clérigos y a laicos. Francisco reúne algunos discípulos y atrae a Clara de Asís (domingo de ramos de 1212). La solidaridad que proclamaba el joven convertido se convierte en camino de fraternidad. Aparecen comunidades de oración y de apostolado entre los pobres, los pequeños, los minores (Rivo Torto, Porciúncula). Cuando forman un árbol, o cuando la cepa se hace viña, Francisco compone una Regla, que redacta dos veces (1221 y 1223) y que el papa Honorio III aprueba el 29 de noviembre de 1223. Ha nacido una orden religiosa. Su modelo se extiende a las hermanas clarisas; también a las fraternidades de hombres y mujeres del siglo. «La regla y vida de los frailes menores consiste en observar el santo evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.»
La religión de Francisco, convertida en orden, no está exenta de un elemento trágico. El peso del número, los excesos de unos y los compromisos de otros, alteran la fidelidad de los comienzos. Los hermanos dudan en reconocer el evangelio de la salvación en la figura cotidiana de una Iglesia y de un feudalismo que se transforman. Entran en conflicto de espiritualidad. Francisco, por su parte, les exhorta (Admoniciones). Le gusta poco argumentar, pero sabe mostrar la humildad de Dios trabajando en la creación. A través de sus hermanos, su religión penetra en la historia de los hombres deseosos de una sociedad mejor. Gana en longitud y en anchura. Al precio de las tempestades de la época, que él asume, se hace aún más hijo del hombre en la gracia del espíritu de devoción, que le convierte en hijo de Dios. Pone de manifiesto su catolicidad (Cartas), experiencia de unidad cuya realidad garantiza la eucaristía, el cuerpo de Cristo en el seno de una Iglesia de clérigos y de laicos. Esa catolicidad es paciencia de la caridad, en la que todos los caminos pueden encontrarse. Es el lugar del bien reparador. La crisis de la orden, de la Iglesia y del mundo medieval, libera la fuente de una experiencia de fraternidad más radical y más universal (Oraciones). Francisco va repitiendo su mensaje a aquellos que se hallan enfrentados: «Paz y bien.»
Luego entra en el secreto de una santidad que la Iglesia proclamará el 16 de julio de 1228 (Gregorio IX). Enfermo, obligado a dimitir de su cargo en la orden, sube su propia montaña, el Alvernia. Incrustado en la roca, en estado de oración y de meditación, recibe los estigmas de la pasión de Cristo. La visión de un serafín crucificado imprime las llagas en su carne. La contemplación se ha convertido en conformidad. Le arde un mensaje de gracia y siente que debe descender. Agotado, casi ciego, hace un alto en el huerto de la hermana Clara. En la choza que le abriga compone el Cántico de las criaturas. El verbo de un pobre restituye el universo a su verdad, el hombre a su perdón, la muerte a su remisión. Todo simboliza la unión en la castidad de un abrazo. El «hermano sol» brilla en un apocalipsis de alabanza, para gloria del único Señor. Desplegada la bóveda de una especie de «beatitud original» (Pablo VI), Francisco se encamina hacia Asís para expirar, en la Porciúncula, al atardecer del sábado 3 de octubre de 1226.
3. Misión
Francisco de Asís envió muy pronto a sus frailes a anunciar el evangelio en la península italiana y luego en diversos países de Europa. Él mismo viajó a Oriente. La expansión apostólica es una de las tareas de la orden. Ésta, como las otras familias espirituales, se adaptó a las diferencias culturales y religiosas al servicio de una verdad que hace a los hombres libres en Jesucristo. Tal exigencia, ligada al estado de un mundo en vías de unificación, reclama la experiencia franciscana de unidad y de fraternidad y la hace oportuna. Francisco de Asís se encuentra hoy en la encrucijada del diálogo y de la colaboración entre culturas y religiones.
Aparece, sobre todo, como el sujeto de una realización de la profundidad y de lo divino, que concuerda con las aspiraciones de las religiones asiáticas. Él es hermano en sabiduría de los seguidores del Tao (Dao). Su inspiración se trueca con ellos en el camino del cielo. El espíritu del valle lo habita y le conduce a los aledaños del hinduismo y del budismo. ¿No lo entrevió así Gandhi? La verdad religiosa del pobre de Asís funda en la humanidad de Cristo resucitado la religión de aquellos que viven el carácter sagrado de la creación. Esa verdad dispone a evangelizar hierofanías, teofanías y figuras de dioses en las religiones tradicionales. No deroga el mundo imaginario de los mitos. El sueño de los individuos y el de los pueblos le atañe de cerca. Las potencias del símbolo conmueven a Francisco de Asís cuando sirven para crear la unidad y la totalidad. Los acontecimientos del monoteísmo le arrebatan, y él los discierne en el corazón de cada cual y en la historia de la salvación. Si Francisco viaja a Oriente, es para encontrarse, en la persona del sultán Malek al-Kamil, con el islam, religión del Único. Y es también para significar la paz posible a las puertas de Jerusalén.
Esta «religión de las religiones» que la santidad pone de manifiesto en la fe, es signo de esperanza. Atestiguando la grandeza del hombre libre y solidario, invita a los increyentes que se mueven por una causa generosa. Mostrando la presencia de quien se expande en la verdad de una luz trascendente, convoca a las religiones. Dando testimonio de la alianza y de Jesucristo, tiene en cuenta a los judíos y une a los cristianos de las diversas confesiones. El itinerario de Francisco de Asís ha permitido que el papa Juan Pablo II haga de él el patrono de la ecología, contrapunto moderno de la tecnología (29 de noviembre de 1979). Así, este «hombre pequeño», santo de todos los tiempos, sirve al misterio de la salvación para un mundo nuevo.

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