DE LA VIDA DE SAN ANTONIO


Además de predicador, san Antonio fue el primer "lector" o maestro de teología de la Orden, que comenzó su docencia en Bolonia, entre 1223 y 1224, con la aprobación expresa de san Francisco. Luego, desde el otoño de 1224 hasta finales de 1227, estuvo en el sur de Francia, dedicado a una multiforme actividad apostólica: la labor contra los herejes albigenses y los daños que habían causado en el pueblo, la enseñanza como maestro de teología en Montpellier, ciudadela de la ortodoxia católica, donde se formaban los dominicos y los franciscanos para predicar a los albigenses de la región. En el capítulo celebrado en Arlés, mientras Antonio predicaba, san Francisco, que aún vivía, se apareció estigmatizado. Por el año 1225, Antonio estuvo predicando en Toulouse, fortaleza de los albigenses, y, como maestro de teología, enseñando a sus hermanos de hábito. Según una tradición, aquí sucedió el famoso milagro del mulo, que se arrodilló ante la Eucaristía. Sin dejar de predicar y enseñar, ejerció también cargos de autoridad.
DE LOS SERMONES DE SAN ANTONIO
Le pusieron por nombre Jesús. Nombre deleitable, nombre que conforta al pecador y da dichosa esperanza. Júbilo en el corazón, melodía en el oído, miel en la boca. De este nombre dice la Esposa, transportada de gozo, en el Cantar de los Cantares: Oleo derramado es tu nombre. Nota que el óleo hace cinco cosas. Sobrenada en todo líquido, ablanda las cosas duras, endulza las ásperas, ilumina las oscuras, sacia los cuerpos. Así este nombre de Jesús sobresale entre todos los nombres y ángeles, porque al nombre de Jesús doblan las rodillas todas las cosas. Si le predicas a Él, ablanda los duros corazones; si le invocas, endulza las ásperas tentaciones; si en Él piensas, ilumina el corazón; si lo lees, sacia el alma.
Nosotros, pues, que del nombre de Cristo nos llamamos cristianos, unánimemente y con devoto corazón roguemos al mismo Jesucristo, Hijo de Dios, y pidámosle insistentemente nos conceda llegar con espíritu contrito a la confesión y merezcamos recibir el perdón de nuestras iniquidades. Así renovados y purificados, merezcamos disfrutar del gozo de su santa resurrección y hallarnos en la gloria de la bienaventuranza eterna. Ayúdenos Él mismo, a quien es debida toda honra y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

DE LOS MILAGROS DE SAN ANTONIO
Había en Codigoro una niña llamada Samaritana, a la que un día, habiendo ido con otras niñas al campo de su padre a coger legumbres, súbitamente se le contrajeron las rodillas. Ya no fue capaz de regresar, y fueron sus acompañantes las que la llevaron a la casa paterna. Y así, arreciando la enfermedad, desde hacía tres años caminaba arrastrándose con las manos y con las nalgas por el suelo. Cierto día, tras hacer la confesión, acudió la niña junto con su madre al sepulcro del bienaventurado Antonio para orar, y, recuperada enseguida su antigua salud, se apresuró a volver a casa por su propio pie. Llegó esto a oídos de la gente de Codigoro, que salieron al punto a su encuentro, mientras repicaban las campanas, y veneraron en ella la grandeza del Señor

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