Trataremos en primer lugar de percibir hasta qué punto para Francisco la Fraternidad de los Menores ha de estar enteramente bajo la moción del Espíritu Santo.
1. El Espíritu Santo es quien la reúne inicialmente. Entrar en la familia franciscana es querer «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1), o, lo que viene a ser lo mismo, «seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1,1). Se trata, pues, de reconocer plenamente el Señorío de Cristo sobre nuestra vida. Ahora bien, Francisco no deja de afirmar, siguiendo a san Pablo, que semejante decisión sólo puede tomarse bajo la acción del Espíritu: «Nadie puede decir: Jesús es el Señor (es mi Señor), sino en el Espíritu Santo». Por eso, es la «inspiración divina», el soplo del Espíritu de Dios, quien reúne la Orden suscitando el deseo de compartir la vida evangélica de los hermanos. Nuestra vida franciscana es por naturaleza de orden carismático. Mana de un don del Espíritu que produce en nosotros una adhesión particular a Cristo, una voluntad de someternos a su Señorío sometiéndonos totalmente a su Palabra, un gusto de Cristo como del único sentido posible de nuestras vidas.
2. Asimismo, Francisco moribundo «recomendó el santo Evangelio por encima de todas las demás disposiciones» (2 Cel 216). Para Francisco el Evangelio no es un código de leyes. Contiene las palabras del Señor que son «Espíritu y Vida». Se comprende que Francisco haya podido escribir en la Forma de vida para santa Clara y sus hermanas: «Os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio».
3. El ingreso en la Orden presupone una ruptura, el «libelo de repudio» dado al mundo (2 Cel 80): «Ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres... y luego ven y sígueme», dice Cristo a aquel que quiere seguirle (Mt 19,21). Este gesto previo de ruptura con el «mundo», en el sentido joánico de la palabra, y de solidaridad con los pobres, víctimas del pecado del mundo y primeros beneficiarios del Reino, depende también él del Espíritu. Sólo el Espíritu de amor puede inspirar la «voluntad espiritual» (1 R 2,11) y asegurar que la realización de tal gesto sea «según el Espíritu», «en el Espíritu». Por eso precisamente los hermanos se guardarán de entrometerse en ello (1 R 2,5; 2 R 2,7).
4. Así reunida por la acción del Espíritu, la Fraternidad franciscana se compone de «hermanos espirituales», de hermanos según el Espíritu. No son las llamadas de la carne y de la sangre ni una común y amistosa decisión de agregarse las que han agrupado a los hermanos: el Señor los ha dado los unos a los otros (Test 14). El lazo que los une es por tanto la acción misma del Espíritu, y este lazo es más íntimo que el lazo natural más fuerte: el afecto de la madre a su hijo: «Y dondequiera que estén y se encuentren unos con otros los hermanos, condúzcanse mutuamente con familiaridad entre sí. Y exponga confiadamente el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 6,7-8).
A Francisco le gusta volver sobre las exigencias planteadas a los hermanos para que correspondan a la acción del Espíritu que los quiere unir con los lazos del amor mutuo: «Y, dondequiera que estén o en cualquier lugar en que se encuentren unos con otros, los hermanos deben tratarse espiritual (como hombres del Espíritu) y amorosamente, y honrarse mutuamente sin murmuración» (1 R 7,15). «Y ningún hermano haga mal o diga mal a otro; sino, más bien, por la caridad del Espíritu, sírvanse y obedézcanse unos a otros de buen grado. Y ésta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,13-15). La caridad mutua, inspirada por el Espíritu y traducida en servicio y obediencia recíprocas, no tiende más que a unir a la Fraternidad por el amor mismo de Cristo, que vino no para ser servido sino para servir y fue incondicionalmente fiel («obediente») a los suyos. Aquí como en cualquier otro ámbito, la vida franciscana consiste en «seguir» a Cristo, simple, pero plenamente, con la fuerza del Espíritu.
5. Nadie puede, por tanto, pertenecer a la Fraternidad franciscana si no está decidido a vivir en la docilidad al Espíritu. Todos los hermanos son colectivamente responsables de su común sumisión al Espíritu. Francisco les da directrices sobre la manera de intervenir a fin de reconducir a cualquiera, hermano o ministro, que «se comporte carnalmente y no según el Espíritu» (1 R 5,1-2), a la fidelidad a su vocación. De forma más general, la animación de la Fraternidad no viene tanto de arriba, de un «Padre Abad» (Francisco rechaza el título de «Padre» en nombre del Evangelio). En definitiva depende de la responsabilidad de todos los hermanos, en la medida en que todos pueden participar del «Espíritu del Señor», verdadero animador de la Fraternidad.
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