LAS FIESTAS GADALUPANAS 2018

LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA DE GUADALUPE
De la narración conocida con el nombre «Nican Mopohua».
Siglo XVI. Archivo de la archidiócesis de la ciudad de México
El año 1531, cuando habían pasado algunos días del mes de diciembre, un indio pobre y afable, cuyo nombre era Juan Diego, según se dice, de Cuauhtitlan, cuya atención espiritual correspondía a los religiosos que residían en Tlatilolco, acudía un sábado, muy de mañana, a Tlatilolco para participar en la liturgia. Cuando llegó al monte llamado Tepeyac, ya había amanecido. Oyó un canto que procedía de la cima del monte y que ya no volvió a escuchar, oyó que alguien lo llamaba desde lo alto del monte. Se le decía: «Amado, Juan Diego». Inmediatamente se atrevió a subir hasta el lugar desde donde había sido llamado.
Cuando llegó a la cima del monte, vio a una señora de pie, que lo llamó para que se acercara. Cuando llegó ante ella, se admiró grandemente de su belleza. Su vestido brillaba como el sol. La Virgen le declaró enseguida su voluntad. Le dijo: «Amadísimo hijo, has de saber que yo soy Santa María, la perfecta siempre Virgen, la Madre del Dios verdadero, el Autor de la vida, que ha creado y sostiene todas las cosas, el Señor de cielo y tierra. Anhelo y deseo ardientemente que en este lugar sea edificado un templo, donde yo lo mostraré, lo alabaré manifestándolo, derramaré mi amor y piedad, mi auxilio y protección, porque yo soy en verdad vuestra Madre clemente, la tuya, la de todos los que permanezcáis unidos en esta tierra y la de todos los que me amen, me busquen y me invoquen con devoción y confianza. Allí escucharé sus lágrimas y aflicciones, derramaré mi bien en sus angustias y les ofreceré remedio en toda tribulación. Para que se cumpla mi deseo, ve al palacio del obispo de la ciudad de México. Le dirás que yo te he enviado para hacerle saber cómo deseo que se me edifique aquí una casa, que se me erija en el valle un templo».
Cuando llegó a la ciudad, se dirigió inmediatamente a la casa del obispo, cuyo nombre era Juan de Zumárraga, de la Orden de San Francisco. Cuando el prelado oyó a Juan Diego, no le creyó, respondiéndole: «Hijo, vuelve otro día y te escucharé. Yo pensaré qué conviene hacer a propósito de tu voluntad y deseo».
Otro día vio que la Reina bajaba de la montaña desde donde lo contemplaba. Ella le salió al encuentro cerca de la montaña, lo detuvo y le dijo: «Escucha, amado hijo: No temas nada, no sufras, ni hagas nada por causa de la enfermedad de tu tío o de cualquier otra angustia. ¿No estoy aquí yo, tu Madre? ¿No has sido puesto bajo mi sombra y protección? ¿No soy yo tu fuente de vida y felicidad? ¿No permaneces en mi regazo y en mis brazos? ¿Tienes necesidad de cualquier otra cosa? No sufras, no te turbes. Sube, amado hijo, a la cima del monte y verás diversas flores en el lugar donde me viste y te hablé. Córtalas, reúnelas y baja a traerlas ante mí».
Bajó Juan y entregó a la Reina del cielo las flores que había reunido. Ella, al verlas, las tomó con sus venerables manos, las colocó en la capa de Juan y le dijo: «Amadísimo hijo, estas flores son el signo que debes llevar al obispo. Tú eres mi legado, y a tu fidelidad encomiendo este asunto. Te ordeno severamente que no abras tu manto a no ser en presencia del obispo y que le muestres lo que llevas. Le contarás que te ordené subir al monte y recoger allí las flores, así como lo que viste y contemplaste con admiración, para que crea y procure construir el templo que deseo».
Cuando la Reina del Cielo le ordenó esto, aprisa tomó el camino para la ciudad de México. Iba alegre porque todo sucedía de modo favorable. Juan, tras entrar, se postró ante el obispo y le contó lo que había visto y el fin con el que había sido enviado. Le dijo: «Señor, he cumplido lo que me habías ordenado. He ido a decir a mi Señora, la Reina del Cielo, Santa María Madre de Dios, que tú pedías un signo para creerme y construir un templo donde la Virgen misma desea. Le dije que yo había prometido traerte una señal de su voluntad. Ella escuchó tu petición: bondadosamente aceptó que tú pidieras una señal de su voluntad y hoy, muy de mañana, me ordenó que viniera hasta ti».
Acudió toda la ciudad: veían una venerable imagen, se admiraban al verla como obra divina y suplicaban. Aquel día, el tío de Juan Diego dijo cuál era la advocación de la Virgen y que sería llamada con el nombre de Santa María siempre Virgen de Guadalupe.

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