SAN FRANCISCO Y LA VIRGEN MARÍA (IV) por Martín Steiner, OFM

Alumbramiento del espíritu del Evangelio
por los méritos de María

¿Hasta dónde se remonta en la historia de Francisco su «amor indecible» a la Virgen María? Es imposible determinarlo con precisión absoluta.
Encontramos la primera manifestación en su celo por restaurar la capillita de la Porciúncula. ¿En qué estadio de su evolución se encontraba entonces Francisco? La experiencia de la «dulzura» («El Señor me condujo entre leprosos, practiqué la misericordia con ellos y, al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura», Test 2-3) le había permitido presentir ya el alcance del misterio de la encarnación; posteriormente, la revelación del Crucificado, vinculada a su heroica experiencia con los leprosos (LM 1,5), le había hecho descubrir el amor sin límites del Señor en su pasión; el mandato del crucifijo de San Damián le había confiado una tarea provisional; y el conflicto con su padre había desembocado en su «salida del siglo» (Test 3). Francisco ignoraba todavía cuál sería su vocación definitiva. Ni el servicio a los leprosos, ni la reparación de iglesias le parecía que debían agotar lo que el Señor esperaba de él. En espera de nuevas luces, se consagra sin embargo con entusiasmo a estos cometidos. Después de restaurar la iglesia de San Damián, emprende la restauración de la de San Pedro.
Concluidas dichas obras, Francisco dirige la mirada hacia la capilla de la Porciúncula, en la planicie de Asís. También este antiguo santuario se hallaba en ruinas. «Al contemplarla el varón de Dios en tal estado, movido a compasión, porque le hervía el corazón en devoción hacia la madre de toda bondad, decidió quedarse allí mismo. Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer año de su conversión» (1 Cel 21; cf. LM 2,8).
De este modo es como aflora la primera manifestación de amor a María en la vida de Francisco: no fija su residencia en San Damián ni en San Pedro, sino en la Porciúncula, revelando así su devoción a Nuestra Señora. Había adquirido la certeza de que la Virgen prefería esta minúscula iglesia entre todas. Y cuando le parece que una certidumbre es inspirada por Dios, habla de ella en términos de «revelación» (cf. Test 14.23): «El dichoso Padre solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen Santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el Santo la amaba más que a todas» (2 Cel 19; cf. TC 56).
Pero volvamos al hilo de los acontecimientos. Francisco repara iglesias durante cerca de tres años, a la vez que atiende también a los leprosos. Es un período de dura prueba, de búsqueda de su propio camino. Tiene que acostumbrarse a su vida tremendamente penosa de pobre desprovisto de todo, abandonado a la benevolencia o a la malevolencia de las gentes a quienes mendiga su subsistencia y los materiales necesarios para llevar a cabo sus obras de reparación (cf. TC 22-24). Aunque sabe que está en paz, porque ha obedecido a Dios en todo, presiente que su Señor no le ha revelado todavía su vocación definitiva. Es un espacio de tiempo doloroso desde muchos puntos de vista.
Y entonces Francisco se dirige a María: «Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, Madre de Dios, su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada» (LM 3,1). Durante este período crucial se encomienda pues a María para que ella sea su «advocata»: la que le proteja y, al mismo tiempo, interceda por él.
San Buenaventura comenta en una magnífica frase el resultado de esta gestión: «Al fin logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica» (ibíd.). Por tanto, el autor atribuye a la intervención de María el descubrimiento que Francisco hizo de su vocación, cuando oyó el evangelio de la misión. Todo hace pensar que no traiciona las convicciones del mismo Francisco.
Francisco califica como una «revelación» la iluminación súbita que tuvo entonces: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). San Buenaventura lo interpreta como una concepción y un alumbramiento paralelos a la concepción del Verbo de Dios en María. La idea no es extraña a Francisco, como lo atestigua su comentario sobre nuestra función maternal con relación a Cristo (cf. 1CtaF 10; 2CtaF 53). Aquí la podemos comprender teniendo en cuenta el paralelismo entre Cristo y Francisco, su más fiel discípulo. Como el Verbo lleno de gracia y de verdad se ha encarnado en María para ser la revelación del amor del Padre, para ser, por tanto, en su Persona la Buena Nueva para los hombres, de igual modo el evangelio va a encarnarse en Francisco sin atenuaciones ni falsificaciones, recobrando en él toda su radical novedad y siendo de nuevo convincente para todos. Esa es la misión de Francisco, quien debe tal descubrimiento a los méritos de María, a quien ha tomado como «abogada».
Se comprende la explosión de júbilo de Francisco, tras tan larga búsqueda de su propio camino: «Al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: "Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica"» (1 Cel 22). ¿Cómo no habría de reforzarse definitivamente su amor a María, a quien le debía tan gran favor? Como auténtico pobre, ¡qué gran sentido tenía Francisco de la gratitud!
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 28 (1981) 58-59].

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