por los méritos de María
¿Hasta dónde se remonta en la
historia de Francisco su «amor indecible» a la Virgen María?
Es imposible determinarlo con precisión absoluta.
Encontramos la primera manifestación
en su celo por restaurar la capillita de la Porciúncula. ¿En
qué estadio de su evolución se encontraba entonces Francisco? La
experiencia de la «dulzura» («El Señor me condujo
entre leprosos, practiqué la misericordia con ellos y, al apartarme de
los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en
dulzura», Test 2-3) le había permitido presentir ya el alcance del
misterio de la encarnación; posteriormente, la revelación del
Crucificado, vinculada a su heroica experiencia con los leprosos (LM 1,5), le
había hecho descubrir el amor sin límites del Señor en su
pasión; el mandato del crucifijo de San Damián le había
confiado una tarea provisional; y el conflicto con su padre había
desembocado en su «salida del siglo» (Test 3). Francisco ignoraba
todavía cuál sería su vocación definitiva. Ni el
servicio a los leprosos, ni la reparación de iglesias le parecía
que debían agotar lo que el Señor esperaba de él. En
espera de nuevas luces, se consagra sin embargo con entusiasmo a estos
cometidos. Después de restaurar la iglesia de San Damián,
emprende la restauración de la de San Pedro.
Concluidas dichas obras, Francisco dirige
la mirada hacia la capilla de la Porciúncula, en la planicie de
Asís. También este antiguo santuario se hallaba en ruinas.
«Al contemplarla el varón de Dios en tal estado, movido a
compasión, porque le hervía el corazón en devoción
hacia la madre de toda bondad, decidió quedarse allí mismo.
Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer
año de su conversión» (1 Cel 21; cf. LM 2,8).
De este modo es como aflora la primera
manifestación de amor a María en la vida de Francisco: no fija su
residencia en San Damián ni en San Pedro, sino en la Porciúncula,
revelando así su devoción a Nuestra Señora. Había
adquirido la certeza de que la Virgen prefería esta minúscula
iglesia entre todas. Y cuando le parece que una certidumbre es inspirada por
Dios, habla de ella en términos de «revelación» (cf.
Test 14.23): «El dichoso Padre solía decir que por
revelación de Dios sabía que la Virgen Santísima amaba con
especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo
ancho del mundo, y por eso el Santo la amaba más que a todas» (2
Cel 19; cf. TC 56).
Pero volvamos al hilo de los
acontecimientos. Francisco repara iglesias durante cerca de tres años, a
la vez que atiende también a los leprosos. Es un período de dura
prueba, de búsqueda de su propio camino. Tiene que acostumbrarse a su
vida tremendamente penosa de pobre desprovisto de todo, abandonado a la
benevolencia o a la malevolencia de las gentes a quienes mendiga su
subsistencia y los materiales necesarios para llevar a cabo sus obras de
reparación (cf. TC 22-24). Aunque sabe que está en paz, porque ha
obedecido a Dios en todo, presiente que su Señor no le ha revelado
todavía su vocación definitiva. Es un espacio de tiempo doloroso
desde muchos puntos de vista.
Y entonces Francisco se dirige a
María: «Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, Madre de Dios,
su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que
engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su
abogada» (LM 3,1). Durante este período crucial se encomienda pues
a María para que ella sea su «advocata»: la que le proteja
y, al mismo tiempo, interceda por él.
San Buenaventura comenta en una
magnífica frase el resultado de esta gestión: «Al fin
logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y
dar a luz el espíritu de la verdad evangélica»
(ibíd.). Por tanto, el autor atribuye a la intervención de
María el descubrimiento que Francisco hizo de su vocación, cuando
oyó el evangelio de la misión. Todo hace pensar que no traiciona
las convicciones del mismo Francisco.
Francisco califica como una
«revelación» la iluminación súbita que tuvo
entonces: «El Altísimo mismo me reveló que debía
vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). San
Buenaventura lo interpreta como una concepción y un alumbramiento
paralelos a la concepción del Verbo de Dios en María. La idea no
es extraña a Francisco, como lo atestigua su comentario sobre nuestra
función maternal con relación a Cristo (cf. 1CtaF 10; 2CtaF 53).
Aquí la podemos comprender teniendo en cuenta el paralelismo entre
Cristo y Francisco, su más fiel discípulo. Como el Verbo lleno de
gracia y de verdad se ha encarnado en María para ser la
revelación del amor del Padre, para ser, por tanto, en su Persona la
Buena Nueva para los hombres, de igual modo el evangelio va a encarnarse en
Francisco sin atenuaciones ni falsificaciones, recobrando en él toda su
radical novedad y siendo de nuevo convincente para todos. Esa es la
misión de Francisco, quien debe tal descubrimiento a los méritos
de María, a quien ha tomado como «abogada».
Se comprende la explosión de
júbilo de Francisco, tras tan larga búsqueda de su propio camino:
«Al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del
Señor, exclamó: "Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo
busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo
poner en práctica"» (1 Cel 22). ¿Cómo no
habría de reforzarse definitivamente su amor a María, a quien le
debía tan gran favor? Como auténtico pobre, ¡qué
gran sentido tenía Francisco de la gratitud!
[En Selecciones de Franciscanismo, n.
28 (1981) 58-59].
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