Pensamiento
bíblico:
En la Anunciación, el ángel
Gabriel, enviado por Dios, dijo a la Virgen María:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo; bendita tú entre las mujeres». Ella se turbó ante
estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El
ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado
gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo,
y le pondrás por nombre Jesús». María dijo al
ángel: «Cómo será eso, pues no conozco
varón». El ángel le contestó: «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del altísimo
te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se
llamará Hijo de Dios» (cf. Lc 1,26-35).
«Dios inefable, (...) habiendo
previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el
género humano que había de derivarse de la culpa de Adán,
y habiendo determinado en el misterio escondido desde todos los siglos cumplir
por la encarnación del Verbo la primera obra de su bondad (...),
eligió y señaló desde el principio, y antes de todos los
siglos, a su unigénito Hijo una Madre, de la cual, habiéndose
hecho carne en la feliz plenitud de los tiempos, naciese; y tanto la amó
por encima de todas las criaturas, que solamente en ella se complació
con señaladísima benevolencia».
Como nos indican las anteriores palabras de
Pío IX, la concepción inmaculada de la Virgen María es un
maravilloso misterio de amor. La Iglesia lo fue descubriendo poco a poco, al
andar de los tiempos. Hubieron de transcurrir siglos hasta que fuera definido
como dogma de fe. Y no es extraño, porque Dios lo reveló
obscuramente, y ello en dos momentos decisivos de la historia del mundo y en
dos instantes extremos de la vida de Cristo. Y los hombres somos lentos en
comprender, en descifrar el íntimo significado de las cosas.
En los albores de la creación, luego
que Adán pecó seducido por Eva, arrastrándonos a todos al
misterio de tristeza, al pecado, quiso Dios enviarnos un mensaje de esperanza:
una mujer llevaría en brazos al hombre que había de quebrantar la
cabeza de la serpiente; una mujer quedaría íntimamente asociada
al Redentor en una lucha que había de terminar con la derrota
satánica. Si el demonio engañó al hombre por la mujer, la
mujer debelaría al demonio por el hombre y con el hombre.
No era ya noche, sino que comenzaban los
levantes de la aurora, la plenitud de los tiempos, cuando el ángel se
acercó a una virgen de Nazaret, en Galilea, y le dijo:
«Alégrate, la llena de gracia, el Señor es
contigo».
Dijo Dios a la serpiente:
«Pondré enemistades entre ella y tú». Y ahora el
ángel, como un eco, penetrando en el alma de María a
través de sus claros ojos, la saludaba de gracia llena. Pero ¡es
tan obscuro todo esto! Apenas si luego se podía comprender más,
cuando vino Cristo al mundo y la Revelación se hizo palpable. Los
primeros hombres que le contemplaron fueron pastores rudos. Le vieron en una
gruta, recién nacido, clavel caído del seno de la aurora,
glorificando las pobres briznas de heno, cual rezó Góngora en su
delicioso villancico. Le miraban con ojos redondos, absortos, llenos de un
asombro sencillo y elemental. Estaba en brazos de ella, Madre de Dios,
circundada por un halo de celestial ternura.
Otro día las pajas del heno se
habían transformado ya en leños duros y clavos atormentadores.
Los labios de él bebían sangre, sudor y lágrimas en lugar
de blanca leche bajada del cielo. Ella estaba de pie, sufriendo, rodeada por un
velo negro de severo dolor: la nueva Eva, la compañera del Redentor, la
Corredentora. Y así la contemplaban discípulos acobardados,
soldados indiferentes, chusma.
Madre de Dios, Corredentora... Las mentes
de los Santos Padres primero, de los teólogos medievales después,
fueron desentrañando el significado de tales palabras. Comprendieron el
llena de gracia a la luz del pesebre y el pondré
enemistades al fulgor del Calvario. Fueron comprendiendo que la dignidad
de Madre de Dios está reñida con todo pecado; que su oficio de
corredentora exige la inmunidad de la mancha original, a fin de poder merecer
dignamente, con su Hijo, liberarnos de la culpa. Todavía hoy siguen
estudiando los teólogos el abismo de pureza que es la concepción
de María, y, al analizar sus raíces y su contenido, renuevan la
escena de Belén: asombro y más asombro ante la profundidad del
misterio.
[Tomado de La Inmaculada
Concepción, en Año Cristiano, Tomo XII, Madrid, Ed.
Católica (BAC), 2006, pp. 207-209].
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