LAS VISPERAS DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Pensamiento bíblico:
En la Anunciación, el ángel Gabriel, enviado por Dios, dijo a la Virgen María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres». Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús». María dijo al ángel: «Cómo será eso, pues no conozco varón». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (cf. Lc 1,26-35).


LA INMACULADA CONCEPCIÓN (I)
por Pedro de Alcántara Martínez, OFM
«Dios inefable, (...) habiendo previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el género humano que había de derivarse de la culpa de Adán, y habiendo determinado en el misterio escondido desde todos los siglos cumplir por la encarnación del Verbo la primera obra de su bondad (...), eligió y señaló desde el principio, y antes de todos los siglos, a su unigénito Hijo una Madre, de la cual, habiéndose hecho carne en la feliz plenitud de los tiempos, naciese; y tanto la amó por encima de todas las criaturas, que solamente en ella se complació con señaladísima benevolencia».
Como nos indican las anteriores palabras de Pío IX, la concepción inmaculada de la Virgen María es un maravilloso misterio de amor. La Iglesia lo fue descubriendo poco a poco, al andar de los tiempos. Hubieron de transcurrir siglos hasta que fuera definido como dogma de fe. Y no es extraño, porque Dios lo reveló obscuramente, y ello en dos momentos decisivos de la historia del mundo y en dos instantes extremos de la vida de Cristo. Y los hombres somos lentos en comprender, en descifrar el íntimo significado de las cosas.
En los albores de la creación, luego que Adán pecó seducido por Eva, arrastrándonos a todos al misterio de tristeza, al pecado, quiso Dios enviarnos un mensaje de esperanza: una mujer llevaría en brazos al hombre que había de quebrantar la cabeza de la serpiente; una mujer quedaría íntimamente asociada al Redentor en una lucha que había de terminar con la derrota satánica. Si el demonio engañó al hombre por la mujer, la mujer debelaría al demonio por el hombre y con el hombre.
No era ya noche, sino que comenzaban los levantes de la aurora, la plenitud de los tiempos, cuando el ángel se acercó a una virgen de Nazaret, en Galilea, y le dijo: «Alégrate, la llena de gracia, el Señor es contigo».
Dijo Dios a la serpiente: «Pondré enemistades entre ella y tú». Y ahora el ángel, como un eco, penetrando en el alma de María a través de sus claros ojos, la saludaba de gracia llena. Pero ¡es tan obscuro todo esto! Apenas si luego se podía comprender más, cuando vino Cristo al mundo y la Revelación se hizo palpable. Los primeros hombres que le contemplaron fueron pastores rudos. Le vieron en una gruta, recién nacido, clavel caído del seno de la aurora, glorificando las pobres briznas de heno, cual rezó Góngora en su delicioso villancico. Le miraban con ojos redondos, absortos, llenos de un asombro sencillo y elemental. Estaba en brazos de ella, Madre de Dios, circundada por un halo de celestial ternura.
Otro día las pajas del heno se habían transformado ya en leños duros y clavos atormentadores. Los labios de él bebían sangre, sudor y lágrimas en lugar de blanca leche bajada del cielo. Ella estaba de pie, sufriendo, rodeada por un velo negro de severo dolor: la nueva Eva, la compañera del Redentor, la Corredentora. Y así la contemplaban discípulos acobardados, soldados indiferentes, chusma.
Madre de Dios, Corredentora... Las mentes de los Santos Padres primero, de los teólogos medievales después, fueron desentrañando el significado de tales palabras. Comprendieron el llena de gracia a la luz del pesebre y el pondré enemistades al fulgor del Calvario. Fueron comprendiendo que la dignidad de Madre de Dios está reñida con todo pecado; que su oficio de corredentora exige la inmunidad de la mancha original, a fin de poder merecer dignamente, con su Hijo, liberarnos de la culpa. Todavía hoy siguen estudiando los teólogos el abismo de pureza que es la concepción de María, y, al analizar sus raíces y su contenido, renuevan la escena de Belén: asombro y más asombro ante la profundidad del misterio.
[Tomado de La Inmaculada Concepción, en Año Cristiano, Tomo XII, Madrid, Ed. Católica (BAC), 2006, pp. 207-209].

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