
Benedicto XVI, Ángelus del 29 de
noviembre de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo iniciamos, por gracia de Dios,
un nuevo Año litúrgico, que se abre naturalmente con el Adviento,
tiempo de preparación para el nacimiento del Señor. El concilio
Vaticano II, en la constitución sobre la liturgia, afirma que la Iglesia
«en el ciclo del año desarrolla todo el misterio de Cristo, desde
la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, el día de
Pentecostés y la expectativa de la feliz esperanza y venida del
Señor». De esta manera, «al conmemorar los misterios de la
Redención, abre la riqueza del poder santificador y de los
méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto
modo, durante todo tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la
gracia de la salvación» (Sacrosanctum Concilium, 102). El
Concilio insiste en que el centro de la liturgia es Cristo, como el sol en
torno al cual, al estilo de los planetas, giran la santísima Virgen
María -la más cercana- y luego los mártires y los
demás santos que «cantan la perfecta alabanza a Dios en el cielo e
interceden por nosotros" (ib., 104).
Esta es la realidad del Año
litúrgico vista, por decirlo así, «desde la perspectiva de
Dios». Y, desde la perspectiva del hombre, de la historia y de la
sociedad, ¿qué importancia puede tener? La respuesta nos la
sugiere precisamente el camino del Adviento, que hoy emprendemos. El mundo
contemporáneo necesita sobre todo esperanza: la necesitan los pueblos en
vías de desarrollo, pero también los económicamente
desarrollados. Cada vez caemos más en la cuenta de que nos encontramos
en una misma barca y debemos salvarnos todos juntos. Sobre todo al ver
derrumbarse tantas falsas seguridades, nos damos cuenta de que necesitamos una
esperanza fiable, y esta sólo se encuentra en Cristo, quien, como dice
la Carta a los Hebreos, «es el mismo ayer, hoy y siempre»
(Hb 13,8).
El Señor Jesús vino en el
pasado, viene en el presente y vendrá en el futuro. Abraza todas las
dimensiones del tiempo, porque ha muerto y resucitado, es «el
Viviente» y, compartiendo nuestra precariedad humana, permanece para
siempre y nos ofrece la estabilidad misma de Dios. Es «carne» como
nosotros y es «roca» como Dios. Quien anhela la libertad, la
justicia y la paz puede cobrar ánimo y levantar la cabeza, porque se
acerca la liberación en Cristo (cf. Lc 21,28), como leemos en el
Evangelio de hoy. Así pues, podemos afirmar que Jesucristo no
sólo atañe a los cristianos, o sólo a los creyentes, sino
a todos los hombres, porque él, que es el centro de la fe, es
también el fundamento de la esperanza. Y todo ser humano necesita
constantemente la esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, la Virgen
María encarna plenamente la humanidad que vive en la esperanza basada en
la fe en el Dios vivo. Ella es la Virgen del Adviento: está bien
arraigada en el presente, en el «hoy» de la salvación; en su
corazón recoge todas las promesas pasadas y se proyecta al cumplimiento
futuro. Sigamos su ejemplo, para entrar de verdad en este tiempo de gracia y
acoger, con alegría y responsabilidad, la venida de Dios a nuestra
historia personal y social.
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